Publicado por Javier García Blanco
La disolución de la Orden del
Temple tuvo como consecuencia la disputa por los bienes hasta entonces
en manos de los monjes guerreros. Mientras en el resto de Occidente
estas propiedades recayeron en los hospitalarios, en los reinos
peninsulares su destino fue dispar, propiciando en varios casos la
aparición de un nuevo fenómeno: la creación de órdenes militares
“monarquizadas”.
Tras el inicio de la conjura contra los templarios iniciada por Felipe IV en octubre de 1307 (ver artículo anterior),
y la detención y tortura de la mayor parte de sus miembros en los
distintos reinos cristianos de Occidente, la “estocada” final contra la
orden de los pobres caballeros de Cristo se produjo en el Concilio de Vienne
(1311-1312) durante el cual se emitieron distintas bulas papales que
pretendían zanjar de una vez por todas el incómodo incidente. El 22 de
marzo de 1312, Clemente V promulgaba la bula Vox in excelso, mediante la cual se anunciaba la disolución total de la Orden del Temple y, poco después, en el mes de mayo, la bula Ad providam
intentaba dar solución al problema de la “herencia” de los bienes
templarios, anunciando que, como solución general, pasarían a formar
parte de la Orden de San Juan del Hospital.
Una resolución que se cumpliría a rajatabla en la práctica totalidad de
los reinos cristianos, con una única excepción: la de ciertos reinos
hispánicos de la Península Ibérica.
Jacques de Molay, el último gran maestre del Temple.
En apenas cinco años, el Temple había
pasado de ser una de las órdenes militares más poderosas de la
cristiandad –su extensión e influencia sólo encontraba rival en la Orden
del Hospital–, con numerosas y ricas posesiones en todos los reinos
cristianos y un importantísimo patrimonio económico –no en vano fueron
los primeros banqueros y prestamistas de Occidente–, a desaparecer por
completo de la peor de las formas: envuelta en acusaciones de herejía y
otros graves pecados. De poco sirvió que las “pruebas” presentadas por
sus enemigos no sirvieran para demostrar las graves acusaciones. Cientos
de aquellos monjes guerreros –especialmente los que se encontraban en
territorio francés– murieron a causa de las terribles torturas a las que
fueron sometidos durante los interrogatorios, o bien perecieron
devorados por las llamas cuando defendieron tercamente su inocencia. Ese
fue, precisamente, el triste final del último Gran Maestre de la orden,
Jacques de Molay,
quien tras haberse mostrado como un débil líder en sus últimos años al
mando, terminó dando muestras de coraje al renegar de su inicial
confesión y defender su inocencia y la de sus hermanos. Un último
arranque de valor y orgullo que le costó la muerte en marzo de 1314,
ardiendo en medio de las llamas de una hoguera dispuesta en el centro de
París, cerca de la hermosa catedral de Nôtre-Dame.
EL NACIMIENTO DE LA ORDEN DE MONTESA
Aunque como ya hemos dicho, el Concilio de Vienne establecía que por decreto general los bienes del Temple debían pasar a manos del Hospital, esa norma tuvo una excepción en los reinos peninsulares, donde el destino del patrimonio templario quedaba pendiente de resolución a la espera de negociar con los distintos monarcas de la península.
Aunque como ya hemos dicho, el Concilio de Vienne establecía que por decreto general los bienes del Temple debían pasar a manos del Hospital, esa norma tuvo una excepción en los reinos peninsulares, donde el destino del patrimonio templario quedaba pendiente de resolución a la espera de negociar con los distintos monarcas de la península.
Todo parece indicar que en esta notable
excepción tuvo una gran importancia el papel desempeñado por el monarca
de la Corona de Aragón, Jaime II,
quien supo realizar un importante despliegue diplomático a través de
sus embajadores, primero con el papa Clemente V y, tras la muerte de
éste en abril de 1314, con su sucesor Juan XXII.
La postura pontificia de retrasar una
decisión sobre los bienes del Temple en la península pudo deberse
–además de la apropiada actuación del rey aragonés–, a las especiales
circunstancias que se vivían en los reinos hispánicos: los territorios
peninsulares contaban con la presencia de varias órdenes militares
autóctonas y, por otro lado, seguía existiendo en nuestros suelos un
notable peligro encarnado en la presencia musulmana que seguía
resistiendo en el sur, manteniendo la necesidad de una cruzada para culminar la ansiada Reconquista.
Cruz de la Orden de Montesa. Crédito: Wikipedia.
En cualquier caso, y con la intención de
resolver el engorroso asunto lo antes posible, el papado solicitó a los
monarcas hispánicos que enviaran sus respectivas embajadas para
negociar la cuestión. En el caso de Mallorca y el condado del Rosellón,
dominios en manos del rey Sancho I (1311-1324),
la cuestión se resolvió por sí sola, pues el monarca no envió a sus
embajadores y, pasado el plazo estipulado, el papa entregó las
posesiones templarias de aquellos territorios al Hospital, siguiendo la
decisión general establecida en Vienne.
El caso de la Corona de Aragón fue bien
distinto. Jaime II pretendía evitar a toda costa que los antiguos bienes
del Temple recayeran en manos hospitalarias, lo que habría supuesto un
notable fortalecimiento de los dominios señoriales de la orden en
territorios de la Corona, que eran ya de por sí bastante notables.
Además, la Orden de San Juan era de carácter internacional, lo que podía
suponer un escollo importante en algunas de las aspiraciones en la
política exterior de la Corona. Por...
otro lado, Jaime II aspiraba a dar
forma a una nueva orden que sirviera a sus propósitos y acatara sus
órdenes, reduciendo así el poder de la propia Iglesia y de algunos
nobles.
Por estos motivos, no es de extrañar que
el monarca aragonés se apresurara en buscar un embajador que velara por
sus ambiciones. Así, en febrero de 1316 el rey nombró a Vidal de Vilanova
como defensor de los intereses de la Corona de Aragón ante la curia
pontificia. Jaime II había planeado dos opciones para lograr sus
objetivos: la primera de ellas consistía en la creación de una nueva
orden militar, inspirada en la regla de la de Calatrava, aunque
independiente de ésta; la segunda opción era similar, aunque suponía el
establecimiento de los propios calatravos en los territorios aragoneses,
aunque con la peculiaridad de que debería contar con un maestre propio,
una maniobra de Jaime II para asegurarse que no se produjeran
intromisiones por parte del reino de Castilla, pues la orden tenía allí
su origen.
Vista de Peñíscola desde la antigua fortaleza templaria. © Javier García Blanco / Istockphoto.
Finalmente, las negociaciones –en las que participaron el embajador Vilanova, el visitador general del Hospital, Leonardo de Tibertis
y varios miembros de su orden– alcanzaron un acuerdo en 1317. El 10 de
junio de aquel año, el papa Juan XXII emitió una bula por la que se daba
carta de fundación a la nueva Orden de Santa María de Montesa,
que debía regirse por la regla calatrava y cuya misión –al menos en
teoría– sería defender las fronteras ante las posibles incursiones
musulmanas. Aunque la solución no cumplía todas las aspiraciones de
Jaime II –la nueva orden no iba a establecerse en toda la Corona, sino
únicamente en el reino de Valencia–, no resultó del todo negativa. La
nueva orden recibiría todas las posesiones templarias existentes en el
reino valenciano, además de la mayoría de los bienes que la Orden del
Hospital tenía allí, por lo general antiguas fortalezas musulmanas –a
excepción de la casa principal de los sanjuanistas en la ciudad de
Valencia–, así como el monasterio y villa de Montesa, donada por el rey,
y que pasaría a convertirse en cuartel general de la nueva orden. Estas
donaciones se concentraban principalmente en la zona norte del reino de
Valencia, en lo que es hoy la provincia de Castellón y especialmente la
comarca del Maestrazgo. Entre las posesiones que pasaron a manos de la
nueva orden se encontraban fortalezas como las de Peñíscola, Xivert, Cervera, Vilafamés o Pulpis,
además de numerosas alquerías musulmanas y multitud de tierras. Por
otra parte, la relación de Montesa con la ya extinta Orden del Temple no
se redujo a la recepción de sus posesiones valencianas sino que, en sus
inicios, buena parte de sus miembros resultaron ser antiguos templarios
que, tras haber sido declarado inocentes, decidieron seguir ejerciendo
como monjes guerreros en el seno de la milicia valenciana.
En compensación de las pérdidas en el
reino de Valencia, la Orden de San Juan del Hospital recibía a cambio la
práctica totalidad de las posesiones templarias existentes en el reino
de Aragón y los territorios catalanes. Este último punto de la
negociación fue sin duda el menos provechoso para Jaime II, pero aún así
había logrado parte de sus intenciones: menguar el poderío del Hospital
y, lo que era más importante, asistir a la creación de una nueva orden
militar que terminaría quedando bajo las directas riendas de la
monarquía, lo que constituía un importantísimo instrumento político.
Aunque el nacimiento de la Orden de
Montesa quedaba establecido mediante la bula papal de 1317, su
constitución no se hizo efectiva hasta dos años después, el 22 de julio
de 1319, cuando durante un acto celebrado en Barcelona al que asistieron
el rey, el abad de Santes Creus y el comendador de la orden de Calatrava en Alcañiz, el noble Guillen de Erill
–propuesto directamente por Jaime II– fue investido como primer Gran
Maestre de la Orden de Santa María de Montesa. El mandato de Erill sería
muy breve, pues falleció ese mismo año, pero su muerte sirvió para
evidenciar que la nueva milicia estaba bajo la influencia directa de la
monarquía aragonesa. Aunque en la teoría Montesa debía estar bajo la
supervisión de los calatravos castellanos, lo cierto es que el hecho de
que Jaime II consiguiera colocar a un hombre de su confianza, Arnau de Vilanova,
como nuevo maestre, suponía una demostración de la servidumbre de la
orden a la monarquía. Una autonomía que se haría aún más evidente con el
paso del tiempo, y en especial tras su reconocimiento en 1321 por parte
de la Orden del Císter.
Recreación del aspecto de un caballero calatravo. Crédito: Wikipedia.
Entre los argumentos empleados por el
embajador aragonés ante la delegación pontificia que debía decidir sobre
el destino de los bienes templarios, se había citado con insistencia la
necesidad de defender las fronteras de la Corona, y en concreto las del
reino valenciano, no sólo por la cercanía de los dominios islámicos del
sur, sino también por la presencia de una nutrida población musulmana
en el interior del propio reino. En realidad, la población musulmana
existente en aquellos años en el reino de Valencia apenas alcanzaba el
cinco por ciento del total, por lo que difícilmente suponía peligro
alguno. Se trataba, sin duda alguna, de una excusa más de Jaime II para
lograr sus objetivos de crear una nueva milicia que quedara bajo su
control. Una evidencia indiscutible de este punto lo encontramos en el
hecho de que las posesiones y fortalezas de Montesa se concentraban,
precisamente, en los lugares más alejados de las zonas bajo riesgo de
ataque musulmán. En este sentido, la comarca con mayor peligro eran las
tierras dellá Xixona y, curiosamente, éstas quedaban bajo la protección
de castillos en manos de nobles laicos del sur, sin que Montesa jugara
papel alguno en su defensa.
El nulo papel defensivo de la nueva
orden quedó de manifiesto durante los primeros años de su existencia. En
1331 y 1332, el caudillo musulmán Ridwan atacó los
enclaves cristianos de Guardamar y Elche, y en 1337 se produjo un
terrible saqueo en Benissa, en el que tomaron parte musulmanes del reino
de Valencia y los temibles benimerines del norte de África. Los freires
de Montesa, pese a su supuesta misión defensiva en aquellos
territorios, no participó en ninguno de los ataques mencionados.
De hecho, habría que esperar hasta el
año de 1339 –veinte años después de su constitución oficial–, para
asistir a la primera participación montesina en una defensa del
territorio valenciano. En aquellas fechas, el rey Pedro el Ceremonioso
(1319-1387) hizo reunir a todas las órdenes militares para defender las
peligrosas tierras dellà Xixona frente a un posible ataque musulmán. En
aquella ocasión, el entonces maestre de Montesa, frey Pere de Tous,
acudió a la llamada real enviando cincuenta caballeros dispuestos para
la batalla. La siguiente participación activa de los montesinos se
produciría en 1342, cuando el rey volvió a convocar a las órdenes ante
el temor de que el sultán de Marruecos pudiese intentar un ataque contra
el reino valenciano. Ya en las postrimerías del siglo, hacia 1384, los
musulmanes de Granada realizaron numerosas incursiones en distintos
enclaves valencianos, atacando enclaves como Alcoy, Alicante o Paterna.
Ante aquellos asaltos, se decidió que el maestre de Montesa dirigiera
una galera que patrullara las costas del reino. Una misión que, sin
embargo, nunca llegó a materializarse.
Por el contrario, y ante la tímida
función de la orden como defensora de los territorios de la Corona
frente al enemigo musulmán, Montesa jugó un papel más destacado en
enfrentamientos de mayor interés para la Corona, dejando en evidencia su
carácter de orden “monarquizada” y al servicio de los intereses del
rey. Durante la guerra con Castilla –conocida como Guerra de los dos Pedros–, el Ceremonioso convocó a la orden para que defendiera algunos de los territorios que su adversario Pedro el Cruel reclamaba para Castilla.
EL FRACASO DE CASTILLA
Frente al relativo éxito de la Corona de Aragón en sus aspiraciones por hacerse con las antiguas posesiones templarías de su territorio, el caso de Castilla supuso un fracaso rotundo en este sentido. En el artículo anterior ya explicábamos que algunas de las fortalezas de los templarios habían sido vendidas a nobles laicos –como Fregenal de la Sierra– o a otras órdenes, como sucedió con Capilla, que quedó en manos de la Orden de Alcántara. Sin embargo, el resto de las posesiones, al igual que sucedía en los otros reinos hispánicos, quedó pendiente de la resolución papal.
Frente al relativo éxito de la Corona de Aragón en sus aspiraciones por hacerse con las antiguas posesiones templarías de su territorio, el caso de Castilla supuso un fracaso rotundo en este sentido. En el artículo anterior ya explicábamos que algunas de las fortalezas de los templarios habían sido vendidas a nobles laicos –como Fregenal de la Sierra– o a otras órdenes, como sucedió con Capilla, que quedó en manos de la Orden de Alcántara. Sin embargo, el resto de las posesiones, al igual que sucedía en los otros reinos hispánicos, quedó pendiente de la resolución papal.
Emblema de la Orden de Alcántara. Crédito: Wikipedia.
Para desgracia de la corona castellana, esta decisión pontificia coincidió con la minoría de edad de Alfonso XI (1312-1325), que había recibido la corona tras la muerte de su padre, Fernando IV.
Fueron años difíciles para Castilla, envuelta en luchas por la sucesión
y enfrentamientos con las fuerzas musulmanas. Estas circunstancias
negativas impidieron el envío de embajadores ante el Papa para velar por
los intereses castellanos en relación con el patrimonio templario.
Cuando Alfonso XI alcanzó la mayoría de edad y se dispuso a reclamar sus
derechos ya era demasiado tarde. El monarca castellano, en un intento
de seguir el ejemplo aragonés, quiso dar vida a una nueva orden militar,
sustentada en los antiguos bienes del Temple, que quedara íntimamente
vinculada a la monarquía. Sin embargo, la respuesta de Juan XXII,
emitida en 1331, fue negativa. El pontífice tenía argumentos de sobra
para rechazar la propuesta: por un lado, el reparto de los bienes
templarios había sido decidido años atrás, y un cambio de decisión
supondría un grave perjuicio para los sanjuanistas, receptores de buena
parte del patrimonio; por otra parte, el Papa reforzó su negativa
apoyándose en la nula funcionalidad que habían demostrado las órdenes de
nuevo cuño surgidas en Aragón (Montesa) y Portugal (donde se fundó la Orden de Cristo,
como veremos un poco más tarde). Sin duda, Juan XXII no iba a repetir
el error cometido en estos dos reinos peninsulares, donde las nuevas
órdenes habían demostrado ser únicamente instrumentos al servicio del
poder real, escapando cada vez más a los intereses de la Iglesia.
A pesar de este primer fracaso, la monarquía castellana realizó un nuevo intento años más tarde, cuando Juan I (1379-1390) propuso al papa Clemente VII
de Aviñón (el papado se encontraba ya inmerso en el célebre Cisma de
Occidente) la creación de una nueva orden militar que, bajo el nombre de
San Bartolomé, tendría como finalidad defender los
territorios próximos al Estrecho de Gibraltar, entonces bajo control de
los temibles benimerines del norte de África. Se trataba, por tanto, de
una orden de carácter naval, que patrullaría las aguas cercanas a
Tarifa, la que debía ser su base. El papa Clemente vio con buenos ojos
la iniciativa, e incluso emitió una bula en la que autorizaba la
creación de la orden en 1388. Sin embargo, y por causas desconocidas,
tal y como explica Enrique Rodríguez-Picavea en Los monjes guerreros en los reinos hispánicos (Ed. Esfera de los Libros, 2008), parece que la Orden de San Bartolomé nunca llegó a convertirse en una realidad.
LA ORDEN DE CRISTO
Durante el penoso proceso contra los templarios, el rey portugués, Dinís I, ya había dejado bien clara su postura. Los monjes guerreros de sus territorios no sólo no fueron detenidos, sino que tampoco se confiscaron sus posesiones. El monarca luso decidió esperar a que todo se aclarase antes de actuar, a pesar de las claras órdenes dictadas por el papa Clemente V. Un caso verdaderamente singular, que no se repitió en ningún otro reino cristiano.
Durante el penoso proceso contra los templarios, el rey portugués, Dinís I, ya había dejado bien clara su postura. Los monjes guerreros de sus territorios no sólo no fueron detenidos, sino que tampoco se confiscaron sus posesiones. El monarca luso decidió esperar a que todo se aclarase antes de actuar, a pesar de las claras órdenes dictadas por el papa Clemente V. Un caso verdaderamente singular, que no se repitió en ningún otro reino cristiano.
Cuando finalmente la disolución del
Temple fue una realidad, Dinís I siguió una táctica similar empleada a
la de Jaime II, aunque con mucho mayor éxito, como veremos. El rey
portugués argumentó que el traspaso de los bienes templarios a la orden
sanjuanista supondría una gran dificultad en su reino, y además destacó
el notable acoso que ejercían los musulmanes en muchos puntos de su
territorio. Como solución, el monarca propuso a Juan XXII la creación de
una nueva orden, a la que cedería la fortaleza de Castro Marim, en el Algarve, con la intención de defenderse de los hipotéticos ataques sarracenos.
Convento de Tomar, antigua sede del Temple, y más tarde enclave de la Orden de Cristo. Crédito: Wikipedia.
La diplomacia portuguesa resultó más
efectiva que la aragonesa, pues en 1319, el pontífice aprobaba la
creación de la nueva Orden de Cristo, que recibía todos los bienes
templarios portugueses. En la misma bula de creación se citaba a Gil Martins, antiguo maestre de la Orden de Avis,
como nuevo maestre de la recién nacida orden. A todos los efectos, sin
embargo, la Orden de Cristo no era sino una remodelación del Temple
portugués, pues además de que conservaba todos sus bienes, la mayor
parte de sus hombres eran antiguos templarios. De hecho, incluso el
atuendo de los monjes cristeños recordaba en exceso al de los
templarios, con hábito blanco únicamente decorado con una cruz roja
sobre el pecho, a la que se añadió una blanca más pequeña en la parte
central.
Si en el caso de Montesa la servidumbre a
la monarquía había sido bastante disimulada, al menos en un principio,
en el caso de la Orden de Cristo la propia bula de fundación mencionaba
explícitamente que los nuevos freires se sometían por vasallaje al
monarca luso. Dinís había logrado todos sus objetivos: conservó para sí
–aunque indirectamente– los bienes del Temple, y contó desde ese momento
con una orden militar dispuesta a servir de instrumento político del
reino. Una buena prueba de ello fue que la fortaleza de Castro Marim, la
que supuestamente iba a ser sede de la nueva milicia, nunca llegó a
utilizarse como tal. En su lugar, los maestres de Cristo se trasladaron a
Tomar, uno de los primeros y más importantes bastiones templarios de
Portugal. Con los años, la devoción de la orden hacia los reyes
portugueses fue en aumento, como evidencia el hecho de que se
reconociera al rey como auténtico fundador y patrón de la misma. No en
vano, la mayor parte de los grandes maestres de Cristo fueron, en su
mayoría, hombres afines a la Corona.
Un siglo más tarde, en 1420, la Orden de Cristo tuvo como Gran Maestre al infante don Enrique, más conocido como El Navegante,
por lo que aumentaron aún más sus lazos con la monarquía. El hermano
del rey invirtió buena parte de las riquezas de la orden en la
exploración y conquista de nuevos territorios allende los mares y, de
hecho, los navíos portugueses que protagonizaron la floreciente etapa de
los descubrimientos, portaban en sus velas la cruz roja y blanca de la
Orden de Cristo. Una aventura marítima que convertiría a Portugal en una
de las grandes potencias mundiales. Pero esa ya es otra historia…
ANEXO
BREVE HISTORIA DE LAS ÓRDENES MILITARES PENINSULARES
Aunque la presencia en los reinos peninsulares de las órdenes militares “universales” como el Temple y el Hospital fue notable desde poco después de su creación, las peculiares circunstancias de la Península, escenario de otra cruzada contra los musulmanes durante los siglos que duró la Reconquista, propiciaron la aparición de órdenes militares autóctonas.
BREVE HISTORIA DE LAS ÓRDENES MILITARES PENINSULARES
Aunque la presencia en los reinos peninsulares de las órdenes militares “universales” como el Temple y el Hospital fue notable desde poco después de su creación, las peculiares circunstancias de la Península, escenario de otra cruzada contra los musulmanes durante los siglos que duró la Reconquista, propiciaron la aparición de órdenes militares autóctonas.
El germen de las mismas habría que
buscarlas en el nacimiento de algunas cofradías de caballeros, como la
de Belchite y la de Monreal, creadas por Alfonso I el Batallador
para servir de defensa de los territorios recuperados tras la conquista
de Zaragoza. Dichas cofradías, aunque carecían de reglas monásticas y
estaban formadas por laicos, fueron el caldo de cultivo de las futuras
órdenes peninsulares.
La primera de todas ellas fue la Orden de Calatrava. La fortaleza de Kalaat-Rawa, tomada por Alfonso VII de León
a los musulmanes, y ubicada al sur de Toledo, había sido donada a los
templarios para su defensa pero éstos se declararon incapaces de
conservarla ante la presión almohade. Tras la “deserción” templaria, el
rey Sancho III de Castilla la
cedió a un grupo de monjes cistercienses de Fitero, a los que se
unieron algunos laicos y varios templarios. Poco después, en 1164, el
papa Alejandro III dictó una bula en la que se confirmaba la regla de la nueva Orden, que recibiría el nombre de la fortaleza.
En 1176, el monarca leonés Fernando II concedía en una carta los bienes del lugar de San Julián del Pereiro –hoy en suelo portugués– a un tal Gómez,
que sería el primer fundador de aquella casa. Ese mismo año, el papa
puso a la nueva orden del Pereiro bajo su protección, y siete años
después, el nuevo pontífice, Lucio III, les encomendó la defensa de la cristiandad. Ya en el siglo XIII, tras la victoria de Las Navas de Tolosa,
se tomó posesión de Alcántara, cedida inicialmente a la Orden de
Calatrava. Sin embargo, el maestre de la misma la cedió a los caballeros
de San Julián, que a partir de entonces tomarían el nombre de Orden de
Alcántara.
Algunos años antes, en 1211, el monarca
portugués había arrebatado a los sarracenos la fortaleza de Avis, y dos
años después se instaló allí una pequeña cofradía, que terminaría
tomando el nombre de la fortaleza en 1223: había nacido la Orden de
Avis.
Cruz de la Orden de Santiago. Crédito: Wikipedia.
Según la tradición el nacimiento de la Orden de Santiago
se remontaba al siglo X, con la finalidad de proteger los peregrinos
que se dirigían a Compostela. En realidad, la orden nació en Cáceres,
después de que Fernando II conquistara la plaza y la cediera a una
cofradía conocida como “Hermanos de Cáceres”. Fue en 1171 cuando el
arzobispo de Compostela acordó con dicha cofradía la protección de sus
posesiones en aquel lugar y, a cambio, les ofrecía la protección de
Santiago y el honor de portar su estandarte. Fue así como en 1175
terminaría creándose su regla, a pesar de que los caballeros de Santiago
habían tenido que abandonar Cáceres –recuperada por los musulmanes–,
estableciéndose en Castilla.
La victoria de Las Navas de Tolosa y la
expansión de Castilla por Andalucía propiciaron también la aparición de
otra orden, la de Santa María de España.
La corona castellana pretendía defender el Estrecho de Gibraltar para
aislar al reino de Granada de sus aliados en el norte de África, los benimerines.
Para ello, Alfonso X decidió crear esta orden, que tenía un carácter
puramente naval, con sedes especiales en cuatro puertos distintos:
Cartagena, La Coruña, San Sebastián y Puerto de Santa Maria. Años más
tarde, a finales del siglo XIII, la orden terminó fusionándose con la de
Santiago.
Otras órdenes menores fueron la de Montjoie o Montegaudio,
fundada en torno a 1174, y que una década después se dividió en dos
ramas, una aragonesa y otra castellana. La primera de ellas se
fusionaría con el Temple en 1196, y la segunda haría lo propio con la de
Calatrava en 1221. También a comienzos del siglo XIII, Pedro II fundó la Orden de San Jorge de Alfama, que tenía como misión proteger las costas catalanas de los ataques de piratas musulmanes.
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