Publicado por Javier García Blanco en
sapiens.com
Nacieron con la finalidad de proteger a los peregrinos que
visitaban Tierra Santa, pero pronto su influencia se extendió por todo
el mundo cristiano. A diferencia de lo que ocurrió en otros reinos
europeos, donde se limitaron a recaudar fondos y reclutar nuevas
espadas, los caballeros del Temple encontraron en la Península Ibérica un escenario no muy distinto al de las lejanas tierras de Ultramar.
Corre el mes de junio de 1308.
Frey Pedro Rovira, caballero templario en la
Corona de Aragón,
lleva medio año refugiado tras los muros del castillo que la orden
posee en Libros, a orillas del río Turia, en la provincia de Teruel. No
es difícil imaginar la soledad y el desánimo que embargan el corazón del
templario. Hace menos de un año, en octubre de 1307, el monarca francés
Felipe IV detuvo
por sorpresa a sus hermanos de la orden en el país vecino, bajo
terribles e injustas acusaciones de herejía. Poco después, en diciembre,
ocurrió lo impensable. El rey de la Corona de Aragón,
Jaime II,
a quien tan buenos servicios habían prestado, siguió el ejemplo de
Felipe IV y ordenó detener a todos los templarios de la Corona y
confiscar sus bienes. Algunos hermanos, entre ellos el maestre
provincial –
frey Ximeno de Landa–, no tuvieron tiempo
de reaccionar y fueron apresados de inmediato. Otros, como el propio
Rovira, consiguieron atrincherarse en alguna de las fortalezas de la
orden y resisten como pueden el duro asedio al que les someten las
tropas del rey. Sin embargo, la soledad del templario Rovira es doble: a
la rabia que le consume por saberse víctima de una injusticia, se suma
el hecho de ser el único hermano que resiste allí, pues sólo cuenta con
la ayuda de un puñado de seglares fieles a la orden.
Unas semanas más tarde, vencido ya por el hambre, la fatiga y el
desánimo, el heroico frey Pedro Rovira rendirá la plaza a las tropas
reales, siendo detenido y conducido hasta La Alfambra. Algunos de sus
hermanos, repartidos por distintas fortalezas del Temple como Miravet,
Ascó, Monzón o Chalamera, resistirán aún varios meses más, antes de la
rendición definitiva. Son los últimos momentos de la Orden del Temple,
cuya historia apenas se había prolongado durante dos siglos, pero que ya
había conseguido dejar una huella imborrable en la Península Ibérica.
EL AMANECER DEL TEMPLE
La llegada de los templarios a los reinos peninsulares se produjo en
fechas muy tempranas. De hecho, ya en marzo de 1128 –apenas ocho años
después de la fundación de la orden en Jerusalén y varios meses antes
del
Concilio de Troyes, en el que se confirmará su regla– la condesa de Portugal,
doña Teresa, hace una importante donación al templario
Raimundo Bernardo: el castillo de Soure, en Braga.
La siguiente noticia que se posee sobre la orden se remonta a julio de 1131, cuando el conde de Barcelona,
Ramón Berenguer III,
ingresa en el Temple poco antes de fallecer, tras haber donado también a
los caballeros un castillo, el de Granyena (Lleida). Un año más tarde
otro conde,
Armengol de Urgel, hace lo propio al
entregar en manos templarias la fortaleza tarraconense de Barberá. La
entrega de las tres fortalezas en los territorios de Portugal y Cataluña
posee un elemento común: todas ellas se encuentran en primera línea del
frente contra los musulmanes, y en todos los casos los donantes las
ceden con la intención de que la joven orden se implique de forma activa
en la defensa de los territorios cristianos de la península. Esta será,
precisamente, la principal diferencia entre la presencia del Temple en
los reinos hispánicos y el resto de las posesiones de la orden en otros
lugares de Europa: pese a las reticencias iniciales, los templarios de
la península participarán en los esfuerzos de la Reconquista, como si
aquellas tierras amenazadas por los musulmanes fueran un reflejo de
Tierra Santa en Occidente.
Coincidiendo con aquellas primeras donaciones iba a tener lugar uno
de los principales hitos dentro de la historia del Temple en la
península. En 1131 el rey
Alfonso I el Batallador
dictaba su testamento en el que, inesperadamente, dejaba todas sus
posesiones en manos de las tres órdenes militares de Tierra Santa:
Santo Sepulcro, Temple y
Hospital.
Con la muerte del monarca en 1134, sin embargo, el testamento no
llegará a hacerse efectivo. Los nobles navarros y aragoneses se niegan
tajantemente a su cumplimiento, nombrando los primeros a
García Ramírez como monarca, y los segundos a
Ramiro,
hermano del Batallador y en esas fechas obispo de Roda-Barbastro. Por
su parte, y vista la delicada situación, las tres órdenes prefieren
mostrar un prudente silencio, aunque sin renunciar a sus derechos.
Ramiro II
el Monje asciende al trono y no tarda en contraer matrimonio con
Inés de Poitou. El nacimiento de la hija de ambos,
Petronila, permitirá a su padre entregarla en esponsales a
Ramón Berenguer IV, que a partir de ese momento añadirá el título de príncipe de Aragón al de conde de Barcelona.
Documentos en los que se reflejan las distintas posesiones de la orden del Temple en la península. Crédito: PARES.
Con Ramiro apartado de la política y entregado por completo a su vida
espiritual –aunque conservando título y corona–, será el conde de
Barcelona quien tenga que solucionar el problema del testamento del
Batallador. Primero alcanzó un pacto con el Hospital y el Santo Sepulcro
en 1140 y, ya tres años después, logrará un acuerdo con el Temple, sin
duda mucho más sustancioso para la orden. A través de este acuerdo
especial con los templarios, Ramón Berenguer IV se comprometía a donar a
los caballeros numerosas propiedades, además de varios castillos en
Aragón y Cataluña (entre ellos los de Monzón, Mongay, Barberá,
Chalamera, Borgins y Remolins) con sus respectivos vasallos, rentas y
propiedades.
Pero, además, el conde de Barcelona les otorgó también el derecho
sobre el quinto de todo lo conquistado durante las campañas militares
contra los musulmanes, así como un diezmo de todas sus rentas. Todo
ello, posiblemente, a cambio de que renunciaran a su parte del
testamento, pero también como agradecimiento por su participación en la
conquista de Tortosa (1138). Poco después, los freires del Temple
contribuirían también a la toma de Lérida, Fraga y Mequinenza (1149) así
como al asedio y rendición de Miravet, ya en 1153. Para esas fechas
concluía ya la primera fase de la participación templaria en la
Reconquista. Al menos en la Corona de Aragón, donde las tropas
cristianas, con una ayuda nada despreciable de los templarios, se habían
hecho con el control de los valles del Ebro y del...