sábado, 12 de mayo de 2012

Templarios en España

Publicado  por Javier García Blanco en sapiens.com
Nacieron con la finalidad de proteger a los peregrinos que visitaban Tierra Santa, pero pronto su influencia se extendió por todo el mundo cristiano. A diferencia de lo que ocurrió en otros reinos europeos, donde se limitaron a recaudar fondos y reclutar nuevas espadas, los caballeros del Temple encontraron en la Península Ibérica un escenario no muy distinto al de las lejanas tierras de Ultramar.
Corre el mes de junio de 1308. Frey Pedro Rovira, caballero templario en la Corona de Aragón, lleva medio año refugiado tras los muros del castillo que la orden posee en Libros, a orillas del río Turia, en la provincia de Teruel. No es difícil imaginar la soledad y el desánimo que embargan el corazón del templario. Hace menos de un año, en octubre de 1307, el monarca francés Felipe IV detuvo por sorpresa a sus hermanos de la orden en el país vecino, bajo terribles e injustas acusaciones de herejía. Poco después, en diciembre, ocurrió lo impensable. El rey de la Corona de Aragón, Jaime II, a quien tan buenos servicios habían prestado, siguió el ejemplo de Felipe IV y ordenó detener a todos los templarios de la Corona y confiscar sus bienes. Algunos hermanos, entre ellos el maestre provincial –frey Ximeno de Landa–, no tuvieron tiempo de reaccionar y fueron apresados de inmediato. Otros, como el propio Rovira, consiguieron atrincherarse en alguna de las fortalezas de la orden y resisten como pueden el duro asedio al que les someten las tropas del rey. Sin embargo, la soledad del templario Rovira es doble: a la rabia que le consume por saberse víctima de una injusticia, se suma el hecho de ser el único hermano que resiste allí, pues sólo cuenta con la ayuda de un puñado de seglares fieles a la orden.
Unas semanas más tarde, vencido ya por el hambre, la fatiga y el desánimo, el heroico frey Pedro Rovira rendirá la plaza a las tropas reales, siendo detenido y conducido hasta La Alfambra. Algunos de sus hermanos, repartidos por distintas fortalezas del Temple como Miravet, Ascó, Monzón o Chalamera, resistirán aún varios meses más, antes de la rendición definitiva. Son los últimos momentos de la Orden del Temple, cuya historia apenas se había prolongado durante dos siglos, pero que ya había conseguido dejar una huella imborrable en la Península Ibérica.
EL AMANECER DEL TEMPLE
La llegada de los templarios a los reinos peninsulares se produjo en fechas muy tempranas. De hecho, ya en marzo de 1128 –apenas ocho años después de la fundación de la orden en Jerusalén y varios meses antes del Concilio de Troyes, en el que se confirmará su regla– la condesa de Portugal, doña Teresa, hace una importante donación al templario Raimundo Bernardo: el castillo de Soure, en Braga.
La siguiente noticia que se posee sobre la orden se remonta a julio de 1131, cuando el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, ingresa en el Temple poco antes de fallecer, tras haber donado también a los caballeros un castillo, el de Granyena (Lleida). Un año más tarde otro conde, Armengol de Urgel, hace lo propio al entregar en manos templarias la fortaleza tarraconense de Barberá. La entrega de las tres fortalezas en los territorios de Portugal y Cataluña posee un elemento común: todas ellas se encuentran en primera línea del frente contra los musulmanes, y en todos los casos los donantes las ceden con la intención de que la joven orden se implique de forma activa en la defensa de los territorios cristianos de la península. Esta será, precisamente, la principal diferencia entre la presencia del Temple en los reinos hispánicos  y el resto de las posesiones de la orden en otros lugares de Europa: pese a las reticencias iniciales, los templarios de la península participarán en los esfuerzos de la Reconquista, como si aquellas tierras amenazadas por los musulmanes fueran un reflejo de Tierra Santa en Occidente.
Coincidiendo con aquellas primeras donaciones iba a tener lugar uno de los principales hitos dentro de la historia del Temple en la península. En 1131 el rey Alfonso I el Batallador dictaba su testamento en el que, inesperadamente, dejaba todas sus posesiones en manos de las tres órdenes militares de Tierra Santa: Santo Sepulcro, Temple y Hospital. Con la muerte del monarca en 1134, sin embargo, el testamento no llegará a hacerse efectivo. Los nobles navarros y aragoneses se niegan tajantemente a su cumplimiento, nombrando los primeros a García Ramírez como monarca, y los segundos a Ramiro, hermano del Batallador y en esas fechas obispo de Roda-Barbastro. Por su parte, y vista la delicada situación, las tres órdenes prefieren mostrar un prudente silencio, aunque sin renunciar a sus derechos. Ramiro II el Monje asciende al trono y no tarda en contraer matrimonio con Inés de Poitou. El nacimiento de la hija de ambos, Petronila, permitirá a su padre entregarla en esponsales a Ramón Berenguer IV, que a partir de ese momento añadirá el título de príncipe de Aragón al de conde de Barcelona.
Documentos en los que se reflejan las distintas posesiones de la orden del Temple en la península. Crédito: PARES.
Con Ramiro apartado de la política y entregado por completo a su vida espiritual –aunque conservando título y corona–, será el conde de Barcelona quien tenga que solucionar el problema del testamento del Batallador. Primero alcanzó un pacto con el Hospital y el Santo Sepulcro en 1140 y, ya tres años después, logrará un acuerdo con el Temple, sin duda mucho más sustancioso para la orden. A través de este acuerdo especial con los templarios, Ramón Berenguer IV se comprometía a donar a los caballeros numerosas propiedades, además de varios castillos en Aragón y Cataluña (entre ellos los de Monzón, Mongay, Barberá, Chalamera, Borgins y Remolins) con sus respectivos vasallos, rentas y propiedades.
Pero, además, el conde de Barcelona les otorgó también el derecho sobre el quinto de todo lo conquistado durante las campañas militares contra los musulmanes, así como un diezmo de todas sus rentas. Todo ello, posiblemente, a cambio de que renunciaran a su parte del testamento, pero también como agradecimiento por su participación en la conquista de Tortosa (1138). Poco después, los freires del Temple contribuirían también a la toma de Lérida, Fraga y Mequinenza (1149) así como al asedio y rendición de Miravet, ya en 1153. Para esas fechas concluía ya la primera fase de la participación templaria en la Reconquista. Al menos en la Corona de Aragón, donde las tropas cristianas, con una ayuda nada despreciable de los templarios, se habían hecho con el control de los valles del Ebro y del...
Segre.
CALATRAVA, UN TROPIEZO EN CASTILLA
Frente a estas tempranas relaciones con el Temple en Aragón y el condado de Barcelona, la primera noticia sobre una donación a la orden en el reino de Castilla se remonta a 1146, aunque es muy probable que se hubieran producido antes otras que no se han conservado. En esa fecha es el monarca Alfonso VII quien entrega la localidad de Villaseca, cerca de Soria, al maestre Pedro de la Roera. A pesar de esta donación, la orden tendrá un desarrollo mucho más tímido en el reino de Castilla. En 1149, el monarca ofreció a los monjes guerreros la fortaleza de Calatrava, un enclave estratégico, pues se encontraba en el camino que unía Toledo y Córdoba, empleado por lo almohades en sus incursiones. Los templarios conservaron la plaza durante algunos años, pero en 1157 renunciaron a ella alegando falta de medios. Su lugar será ocupado poco después por una nueva orden, la de Calatrava, que cumplirá su cometido con éxito. Aquel episodio supuso cierto descrédito para la orden en Castilla, que a partir de entonces mostrará más interés por las distintas órdenes peninsulares.
Pese a la expansión bastante discreta del Temple en Castilla, no ocurrió lo mismo en el reino de León, donde no se sintieron los negativos efectos de la “rendición” de Calatrava. En su reino, Fernando II puso en custodia de los templarios –que ya contaban con la encomienda de Ceinos–, la ciudad de Coria en 1168. Un enclave éste que se encontraba en territorio próximo al enemigo almohade. De hecho, apenas seis años después la región se vio asolada por varios ataques musulmanes que causaron pérdidas importantes. También en torno a aquellos años, el monarca hizo donaciones de varios castillos al Temple, como los de Santibáñez de Mazcoras, Trebejo, Peñas Rubias o Esparragal, entre otros. Unos dominios que se verán ampliados de forma notable cuando, durante el reinado de Alfonso IX, hijo de Fernando II, vayan apareciendo numerosas encomiendas en tierras leonesas.
Restos de la antigua fortaleza de Calatrava. Crédito: Wikipedia.
Durante esa segunda mitad del siglo XII, en la Corona de Aragón la situación ha cambiado para los templarios. A diferencia de lo que había sucedido con Ramón Berenguer IV, su hijo, Alfonso II, ignoró los derechos de la orden sobre el quinto de las tierras conquistadas. Así, cuando el monarca extendió sus dominios hacia el sur, tomando Alcañiz y otros territorios de la actual provincia de Teruel, entregó tierras y fortalezas a la orden de Calatrava y, especialmente, a la de Montegaudio, por la que mostró un especial interés. Lo más probable es que estos desmanes hacia el Temple se debieran a un temor del monarca hacia el creciente poder de la orden, convertida ya en un “reino dentro del reino”. Así, otorgando favores a las otras órdenes, esperaba frenar el poder de los templarios en la Corona.
A pesar de esta actitud desfavorable, el monarca aragonés compensó al Temple con diversas rentas, e incluso llegó a ceder un par de castillos, los de Encinacorba y Horta, en Aragón y Cataluña. Ya en el final de su vida, Alfonso II no tuvo más remedio que acceder a la fusión de la orden de Montegaudio –que se hallaba en serias dificultades– con la del Temple, a la que pasaron todas las posesiones de la primera en el sur de Aragón.
Mientras tanto, la presencia templaria irá aumentando tímidamente en Castilla –todavía se dejan sentir los efectivos negativos de Calatrava–, durante el reinado de Alfonso VIII (1158-1214). Las menciones al Temple en aquellos años no son muy numerosas, pero sirven para constatar la existencia de encomiendas y posesiones de la orden, así como algunas donaciones realizadas por el rey en 1183. Doce años más tarde el rey de Castilla sufrirá una dolorosa derrota en la batalla de Alarcos, frente a las tropas musulmanas. Una derrota que, sin embargo, sembrará la semilla de una de las victorias más decisivas de la Reconquista…
LOS FREIRES EN LAS NAVAS DE TOLOSA
Tras el periodo de expansión moderada que vivieron los templarios en Aragón durante el reinado de Alfonso II, los años siguientes, con Pedro II en el trono y más tarde con Jaime I, serán mucho más relevantes para los templarios. En esa época, la orden –y principalmente sus maestres provinciales–, gozarán de una especial importancia en la corte aragonesa. Un poder que queda de manifiesto cuando en 1209 María de Montpellier –esposa del rey–, establezca en su testamento que su hijo Jaime –el futuro Conquistador– sea cuidado y protegido por el Temple en caso de que fallezcan sus progenitores. Y así fue. A la muerte de los monarcas el pequeño Jaime I será cuidado y educado por los templarios en Monzón durante casi tres años. Una tutela que, aunque breve, dejará una profunda huella en los ideales y personalidad del monarca.
Pero antes de que los monjes guerreros se hicieran cargo del pequeño Jaime, había tenido lugar otro suceso de gran relevancia para la cristiandad peninsular: la batalla de las Navas de Tolosa, en julio de 1212. Una victoria que se convertiría en auténtico hito de la Reconquista, y en la que no faltaron los caballeros templarios.
Tras la dura derrota sufrida por Alfonso VIII en Alarcos en 1195, las tropas almohades habían logrado avanzar peligrosamente, poniendo en riesgo la ciudad de Toledo y amenazando los territorios cristianos. Ante el peligro que suponía el avance musulmán, el papa Inocencio III hizo un llamamiento a la Cruzada en la península. Una llamada exitosa, pues respondieron a ella –además de Castilla–, los monarcas de Portugal, Navarra y Aragón, a quienes se sumaron las órdenes militares –tanto peninsulares como de Tierra Santa–, más algunos caballeros llegados desde más allá de los Pirineos. En total, las fuerzas cristianas –en las que sólo se echaba en falta a los hombres del rey de León, enemistado con Alfonso VIII– sumaban unas 120.000 almas. Entre ellas, en el centro del ejército cruzado, sobresalían los mantos blancos con cruces rojas de la orden del Temple. Aunque se desconoce el número exacto de templarios que participaron en la contienda, sabemos que fueron dirigidos por el maestre provincial de Castilla, don Gómez Ramírez.
Al igual que sucedía en otras batallas en las que participaba el Temple, su importancia no radicaba tanto en el número de efectivos que aportaba, sino en la calidad de los mismos. Curtidos durante años en el arte de la guerra, los filos de sus espadas eran temidos por los musulmanes, y era célebre su dominio de la estrategia militar. Pese a la escasez de referencias, sabemos al menos que los templarios comandados por el maestre Ramírez lucharon siguiendo órdenes del conde Gonzalo Núñez de Lara, y que participaron con valor en la llamada “carga de los tres reyes”. La batalla, que causó la muerte al maestre Gómez Ramírez, supuso uno de los éxitos más importantes de la Reconquista, especialmente para Castilla, y con ella se logró establecer el dominio cristiano en el sur peninsular. De forma paralela, los templarios vivirían también a partir de entonces su mayor apogeo en los reinos cristianos peninsulares.
Tapiz representando las Navas de Tolosa, en el Palacio de Navarra.
En Aragón, un Jaime I ya adulto lograba la conquista de Mallorca en 1229. El monarca aragonés contó con la ayuda de los templarios pero, a diferencia de lo que había ocurrido con sus antepasados –a excepción de Alfonso II–, el Conquistador rechazó cederles el quinto de lo conquistado. En su lugar, el monarca les hizo entrega de una parte proporcional a las fuerzas militares que habían aportado –igualándolos así al resto de participantes–, lo que en este caso se correspondía con 525 caballerías de tierra, además de un castillo extramuros de la ciudad.
Esta medida, que se repitió en las siguientes conquistas en las que participó el Temple aragonés, no frenó a los monjes guerreros, pues tomaron parte en el asedio a Burriana (1233) y la conquista de Valencia (1238), aportando en esta última veinte caballeros, frente a los ciento treinta que formaban las tropas reales.
Mientras los templarios de la Corona de Aragón ayudaban a Jaime I a extender sus dominios con las conquistas de Mallorca y Valencia, sus hermanos de Castilla y León hicieron lo propio apoyando a Fernando III, en cuya figura se había vuelto a unir las dos coronas en 1230. Con la reunificación de ambos reinos se produce un nuevo “despegue” del Temple en Castilla. Allí, los templarios participaron en las campañas contra los dominios almohades en la Baja Andalucía, contribuyendo a la conquista de Córdoba (1236). Como agradecimiento a la ayuda prestada, el rey les concedió el castillo y villa de Capilla –con todo su término– y poco después la fortaleza de Almorchón, que fueron entregadas al maestre provincial frey Esteban de Belmonte.
A la toma de la plaza de Córdoba le siguieron varios años de campañas militares –también con presencia templaria–, que terminaron en 1248 con la conquista de Sevilla. Como sucedió en otras ocasiones, pocos son los detalles que se conocen sobre la participación de la orden, aunque en este caso las crónicas dejaron constancia de la astucia del maestre del Temple, protagonista de una hábil escaramuza contra las tropas enemigas, facilitando que se diera muerte a siete jinetes y más de un centenar de soldados musulmanes. Tras la victoria tampoco faltaron las donaciones en muestra de agradecimiento, que se sumaban a las obtenidas en tierras extremeñas poco antes: las fortalezas de Fregenal de la Sierra, Alconchel, Burguillos del Cerro y Jerez de los Caballeros.
El reparto de Sevilla se produjo en 1252, ya con Alfonso X en el trono, y al Temple le correspondió la nada despreciable alquería de Refañana, de unas 110 hectáreas, además de otros terrenos en poblaciones cercanas. Con la muerte de Fernando III se habían reducido las posibilidades de obtener nuevas riquezas patrimoniales por la participación de la orden en campañas militares. Por esta razón, los maestres provinciales de Castilla y León procurarán, durante los reinados de Alfonso X y Sancho IV, conseguir diversos privilegios reales que supongan rentas para las arcas de la orden.
Caballeros templarios jugando al ajedrez, Libro de los Juegos de Alfonso X. Crédito: Wikipedia
Ya a finales de siglo, los templarios de los reinos hispánicos comenzaron a mostrarse más reticentes a participar en las distintas campañas de la Reconquista. Las causas de esta menor implicación habría que buscarlas en la escasez de donaciones que conseguían por aquellas fechas, pero principalmente en el propio ocaso de la orden. Con la cada vez más complicada situación en Tierra Santa –que culminará con la pérdida definitiva de San Juan de Acre en 1291–, los ojos y esfuerzos del Temple están dirigidos a los territorios de Ultramar, y allí se destinan buena parte de los efectivos. El fin de los templarios está cada vez más próximo.
TRAICIÓN Y DESGRACIA
Cuando a finales del año 1307 el rey de Aragón, Jaime II, recibe las primeras noticias sobre la detención de los templarios franceses a manos del rey Felipe IV, su reacción inicial es de sorpresa. Las distintas misivas que recibe hablan de graves delitos de herejía, a los que no concede crédito, pues conoce de sobra la honestidad de los freires. Prudente, el monarca decide esperar instrucciones del papa Clemente V, aunque la idea de hacerse con los bienes del Temple en su reino, al igual que ha hecho ya el monarca francés, comienza a parecerle apetecible.
Para entonces, a finales de octubre, las malas noticias ya han llegado hasta los templarios aragoneses que, reunidos en capítulo provincial en la fortaleza de Miravet, deciden asegurar sus castillos y, desde allí, solicitar ayuda al monarca ante la grave injusticia que se está cometiendo contra ellos. Por desgracia, la medida llega tarde. Aunque Jaime II aún no ha recibido la bula Pastoralis Praeminentiae de Clemente V, en la que ordena a los monarcas de la cristiandad detener a los templarios y confiscar sus bienes, el monarca aragonés, tras consultar al inquisidor del reino, ordena el 1 de diciembre la captura de los templarios que están en sus dominios.
La orden real coge por sorpresa al maestre provincial, Ximeno de Landa –que se encuentra en el convento de Valencia–, y a otros muchos templarios. Las fortalezas del Temple, desprevenidas, caen rápidamente y sin posibilidades de defensa: Chivert, Peñíscola, Burriana… todas entregan las armas y sus hombres son detenidos por las tropas reales. Sólo un puñado de castillos consiguen reforzar sus defensas a tiempo y se disponen a resistir con la esperanza de que todo se aclare. Cuando termina el año, sólo siete castillos templarios (Miravet, Ascó, Monzón, Chalamera, Cantavieja, Castellote, Villel y Libros) siguen sin ser apresados. Es el comienzo de un duro y largo asedio que se prolongará durante meses. En enero del nuevo año el rey intenta negociar enviando cartas a los comendadores de Monzón (frey Berenguer de Bellvís), Castellote (Guillermo de Villalba) y Cantavieja, aunque sin éxito. No en vano, los templarios cuentan con no pocas simpatías entre la población, que en algunos casos se ha atrincherado en las fortalezas para ayudar a los freires en su defensa.
Castillo templario de Monzón (Huesca). Crédito: 3vil.3lvis (Flickr, Creative Commons)
El primer enclave en caer es el de Libros, en Teruel, donde el solitario Pedro Rovira rinde la plaza a finales de junio de 1308, tras más de medio año resistiendo. Le seguirán Cantavieja (finales de agosto), Villel (octubre) y Castellote (noviembre). En todos los casos, el rey ordena dejar en libertad a los seglares que han ayudado a los templarios, e incluso dispone que se les pague las soldadas correspondientes. En diciembre, tras varias negociaciones, son los comendadores refugiados en Miravet los que deciden entregar la fortaleza. A finales de 1308 sólo continúan en manos templarias los castillos oscenses de Monzón y Chalamera, los últimos bastiones de la orden. Sus defensores aún resistirán algunos meses, hasta que en marzo de 1309 Monzón se rinde, seguido unas semanas más tarde por Chalamera. Han pasado más de dieciséis meses de asedio, y todos los templarios de la Corona de Aragón han sido ya detenidos.
En Mallorca y el Rosellón, donde reina el “otro” Jaime II, el resultado es bastante similar, aunque sin resistencia y asedios de por medio. En diciembre de 1307 el monarca había ordenado la detención de los caballeros y la confiscación de sus bienes.
En Castilla y León, sin embargo, la situación se desarrolló de forma bien distinta. El rey Fernando IV se mostró totalmente sorprendido por las acusaciones contra la orden y, aunque algún tiempo después ordenó la confiscación de los veinte castillos que la orden poseía en el reino, desoyó una y otra vez las órdenes del Papa, permitiendo que los templarios siguieran en libertad. Únicamente se produjeron algunos episodios de “rebeldía” en los castillos de La Puente de Alconétar y Fregenal de la Sierra, en los que los caballeros se negaron a entregar las posesiones, pese al acuerdo alcanzado por el monarca con el maestre provincial, Rodrigo Yáñez.
TORTURAS E INTERROGATORIOS
Una vez detenidos todos los templarios de la Corona de Aragón, faltaba la realización del proceso que determinara su culpabilidad o inocencia. Con tal fin, el papa ordenó la creación de una comisión pontificia que se encargara del asunto y emitiera un veredicto. Hasta la puesta en marcha de la comisión, los caballeros detenidos por Jaime II habían recibido un trato benigno, en especial aquellos que se habían entregado sin resistencia. Sin embargo, la comisión pontificia, siguiendo órdenes del papa Clemente, exigió que los presos fueran atados con grilletes. La “investigación” pontificia se desarrolló en Aragón entre julio de 1309 y el verano del año siguiente y, a lo largo de los interrogatorios, todos los templarios se declararon inocentes, rechazando los cargos.
Hasta esas fechas, los obispos que formaban la comisión pontificia se habían mostrado bastante benévolos con los detenidos, hasta el punto de que el Papa les urgió a que emplearan la tortura para obtener una confesión. Aunque los templarios aragoneses sufrieron el tormento del potro, todos se reafirmaron en su inocencia.
A pesar de los castigos físicos, los templarios aragoneses gozaron de mucha más suerte que sus hermanos franceses. Allí, los templarios fueron sometidos a tres interrogatorios distintos. En todos ellos se les torturó, y como consecuencia de ello murieron treinta y seis freires. Los restantes, divididos en tres grupos, sufrieron suertes bien distintas: aquellos que insistieron en su inocencia fueron quemados en la hoguera; quienes se negaron a confesar fueron condenados a cadena perpetua y, finalmente, sólo lograron la libertad aquellos que aceptaron todos los cargos y se confesaron culpables.
Caballeros templarios ejecutados en la hoguera, según un manuscrito medieval.
En Aragón, por suerte, su destino fue mucho más benigno. Allí el Concilio de Tarragona de 1312 dictaminó finalmente que los templarios eran inocentes, siendo liberados de inmediato. El destino de aquellos hombres, acusados y detenidos injustamente, fue dispar: algunos se integraron en otras órdenes, como la del Císter o la de Montesa –creada poco después en Valencia–; otros, por el contrario, intentaron integrarse en la vida civil, llegando incluso a contraer matrimonio. En todo caso, todos ellos vieron al menos reconocida su inocencia y obtuvieron el derecho de cobrar las pensiones que les correspondían como antiguos miembros del Temple.
En Castilla y León, como avanzábamos antes, la situación fue mucho más benévola. Cuando a finales de 1309 comienza a prepararse la comisión pontificia que debía juzgar a los templarios del reino, éstos –salvo escasas excepciones– gozaban todavía de libertad absoluta. Únicamente cuando son requeridos para testificar en la Comisión de Medina del Campo, en abril de 1310, son detenidos durante unos días. Después, al igual que en la Corona de Aragón, se dictaminó su inocencia, quedando en libertad.
En cuanto a los bienes de la orden, su destino fue también muy variado. En Valencia sus posesiones pasaron a manos de la recién creada Orden de Montesa. En Navarra, Aragón y Cataluña, este beneficio recayó en la orden del Hospital –la norma que se aplicó por lo general en otros reinos–, mientras que en Castilla y León los bienes quedaron en manos de la Corona, pese a que una bula del papa Juan XXII había ordenado su paso al Hospital.
Con la orden extinguida y sus bienes repartidos, el fin del Temple era ya un hecho consumado. En total, su existencia no había llegado a los doscientos años de historia, pero su huella se había convertido ya en una leyenda imborrable. Aquellos heroicos monjes guerreros habían jugado un papel destacado en los lejanos reinos de Ultramar, pero también en el devenir de la Reconquista, a cuyo éxito contribuyeron aportando el filo de sus temibles espadas y ayudando a repoblar los territorios conquistados.
ANEXO
LA ORGANIZACIÓN DEL TEMPLE EN ESPAÑA
Al igual que en el resto de territorios en los que estuvieron presentes, los templarios de los reinos peninsulares se organizaron siguiendo una pauta bien establecida. La unidad más pequeña de esta estructura era la encomienda, compuesta por una o varias casas o conventos. Dichas encomiendas estaban dirigidas por un comendador o baile, generalmente un sargento templario o un caballero incapacitado para la lucha. Estas encomiendas –auténticos núcleos en los que se trabajaba para reunir dinero y reclutas destinados a Tierra Santa–, se unían a su vez formando provincias bajo el mandato de un maestre provincial, que en un primer momento era elegido personalmente por el Gran Maestre.
Mientras la orden se establecía en la península y las provincias del Temple todavía no estaban bien definidas, un solo maestre provincial podía estar al cargo de varios reinos peninsulares, como sucedió con Hugo de Rigaud, quien en los primeros años de presencia templaria ocupaba el cargo de maestre provincial para Cataluña, Languedoc y Provenza. En otros casos, los maestres aparecen citados como encargados de los “reinos hispánicos”, aludiendo a su función en Portugal, Castilla y Aragón a un mismo tiempo. Más tarde, sin embargo, la diferenciación de las provincias será mucho más clara, contando cada una con su propio maestre. En cuando al número de encomiendas, en fechas cercanas al fin de la orden, existían treinta y seis en la Corona de Aragón, dos en Navarra y treinta y una más en Castilla y León.
ANEXO
EL MITO TEMPLARIO
En los últimos años, los estantes de las librerías se han visto “inundadas” por una avalancha de títulos con los templarios como protagonistas. Algunos de estos libros son novelas históricas, pero no faltan tampoco las obras que proponen, desde el ensayo, las hipótesis más sorprendentes y heterodoxas. En uno y otro caso, los monjes guerreros son presentados al lector como custodios de terribles secretos heréticos que amenazan a la Iglesia, como guardianes de mágicos tesoros (el Grial o el Arca de la Alianza) o bien como maestros en todo tipo de saberes esotéricos.
El último boom de este tipo se produjo con el éxito del bestseller El Código da Vinci. En la novela se presenta a los caballeros como el brazo armado de una misteriosa sociedad secreta –El Priorato de Sión–, que custodia el mayor secreto de la cristiandad: la descendencia de Jesucristo. De forma paralela al libro de Dan Brown, y aprovechando su arrollador éxito de ventas, han aparecido toda una serie de títulos que ahondan en cuestiones similares y cuya estela sigue hoy en día. Pero, ¿cuáles son las razones de esta insistente obsesión por vincular a los templarios con todo tipo de cuestiones esotéricas?
La causa principal parece estar en las peculiares circunstancias del propio fin de la orden. Los templarios fueron injustamente acusados de terribles crímenes contra la fe, señalados como herejes y traicionados por la propia Iglesia. Buena parte de sus miembros –entre ellos el Gran Maestre, Jacques de Molay– murieron ejecutados en la hoguera, y la orden fue exterminada en pocos años a pesar de su enorme poder económico y militar. Desde el primer momento no faltaron rumores sobre su adoración a un supuesto ídolo demoníaco –el célebre Baphomet–, originados en las poco fiables confesiones bajo tortura, y las leyendas sobre el paradero de un supuesto tesoro templario. Todas estas cuestiones crearon un llamativo caldo de cultivo del que surgirían, ya en siglos posteriores, y al calor del romanticismo, decenas de leyendas en las que los templarios encarnan el ideal de héroes rebeldes exterminados por el poder establecido. Fue así como surgieron las teorías más peregrinas: para algunos, el Temple no había desaparecido definitivamente, pues durante la persecución algunos caballeros habían logrado huir desde el puerto de La Rochelle, con rumbo a Escocia o ¡incluso a América!, llevando consigo sus tesoros y secretos. Para otros, el último Gran Maestre, Jacques de Molay, habría transmitido su cargo a otro caballero, un tal Larmenius, antes de su trágico final, perpetuando así la orden en secreto. Todo un cúmulo de hipótesis y propuestas a las que se sumarán, ya en el siglo XVIII, la aparición de algunas logias masónicas que se autoproclamaban descendientes directos de los templarios, o que simplemente hacían uso de una simbología e indumentaria que recordaban a la orden.
A todo este maremagnum de leyendas y rumores, hay que sumar otro elemento para la confusión: el de la supuesta existencia de una arquitectura templaria característica. En este caso, la idea sugiere que los templarios construyeron siempre sus iglesias con planta circular u octogonal. Como otros muchos mitos sobre los templarios, éste nació también en el siglo XIX, aunque en este caso de la mano de autores académicos. Fue el célebre arquitecto Viollet-le-Duc quien refirió en sus trabajos la idea de que los templarios construían sus iglesias con planta central, para rememorar así el Santo Sepulcro de Jerusalén.
Iglesia románica de Santa María de Eunate, erróneamente atribuida al Temple. Crédito: Wikipedia.
A Viollet-le-Duc le siguieron en aquellos años otros autores como Lenoir o Prosper Mérimée, y la idea quedó bien cimentada hasta bien entrado el siglo XX. Fue otro historiador francés, Élie Lambert, quien acabó con el mito arquitectónico tras demostrar con un completo estudio que las plantas centrales en la arquitectura de las iglesias templarias eran las menos frecuentes. De hecho, ni siquiera puede hablarse de una arquitectura templaria, con características propias. Todo indica que las características de la arquitectura de los edificios del Temple –ya fueran fortalezas o iglesias– se asemejaban a la tradición arquitectónica del país en el que se desarrollaban. Tal y como señala el historiador Joan Fuguet, “una fortificación (templaria) portuguesa es más parecida a cualquier otra del mismo país que a un castillo templario de la Corona de Aragón”.
Por desgracia, esta falsa identificación de los edificios de planta central con construcciones templarias ha dificultado no pocos estudios, creando atribuciones erróneas que se han perpetuado durante años. En España, todavía hoy se atribuyen al Temple una serie de iglesias de planta circular o poligonal que en realidad tuvieron otro origen: es el caso de las iglesias navarras de Santa María de Eunate y Torres del Río –ambas octogonales y ubicadas en el Camino de Santiago– o la iglesia de la Vera Cruz de Segovia, de planta dodecagonal. Ninguna de ellas perteneció –según los últimos estudios–, a la orden del Temple. En otros casos, es suficiente con que se desconozca el verdadero origen de un edificio para que, con el único apoyo de las leyendas locales, se atribuya a los caballeros. Algo así es lo que sucede con la también famosa ermita de San Bartolomé de Ucero, en el Cañón del Río Lobos (Soria), sobre la que no existe constancia documental de su pertenencia al Temple, pese a que se haya querido identificar con el enclave templario de San Juan de Otero, citado en algunas fuentes.
BIBLIOGRAFÍA:
-FOREY, Alan. Templars in the Corona de Aragon. Oxford University Press. Londres, 1973. (Edición digital gratuita, en inglés).
-FUGUET, Joan y PLAZA, Carme. Los templarios en la Península Ibérica. Ed. Círculo de Lectores, 2005.
-MARTÍNEZ DIEZ, Gonzalo. Los templarios en los reinos de España. Ed. Planeta. Barcelona, 2006.
© Fotografía de apertura: Abramova Kseniya / Istockphoto

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