martes, 22 de octubre de 2013

Los últimos días del Temple: Historia de una Conjura

 
A comienzos del siglo XIV, el rey Felipe IV de Francia ejecutó una vergonzosa conjura contra los caballeros del Temple, una de las órdenes militares más poderosas de la cristiandad. Aunque su plan funcionó a la perfección en su territorio, el destino de los monjes guerreros resultó muy distinto en los distintos reinos de la Península Ibérica…
Las primeras luces del alba apenas habían comenzado a clarear en el horizonte, y el pueblo de París dormía aún plácidamente, ajena a los notables acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse en todos los dominios del reino. Sin embargo, en el amanecer de aquel aciago 13 de octubre de 1307, no todo el mundo apuraba plácidamente los últimos momentos de descanso antes del inicio de una nueva jornada. Apenas unas horas antes, cientos de oficiales del rey, en otros tantos puntos del reino, habían procedido a abrir un misterioso sobre lacrado, firmado por el mismísimo monarca, Felipe IV el Hermoso, en el que se dictaban unas claras instrucciones: todos los miembros de la Orden del Temple en suelo francés debían ser detenidos, sin dilación, ese mismo día, y sus bienes confiscados hasta nuevo aviso, pues, según el monarca, los célebres caballeros habían cometido terribles pecados que atentaban contra la fe cristiana: herejía, sodomía y prácticas idólatras.
En París, el objetivo principal era la Torre del Vieux Temple, sede principal de la Orden, donde además se custodiaba el tesoro real. Los agentes del rey, dirigidos por Guillermo de Nogaret, consejero real y canciller del reino, detuvieron al instante a todos los hermanos que allí se encontraban –incluido al Gran Maestre, Jacques de Molay, que todavía dormía en sus aposentos– y confiscaron todos los bienes y propiedades. La maniobra había sido realizada con tanto sigilo y de forma tan sincronizada, que las fuerzas policiales de Felipe el Hermoso apenas hallaron resistencia. Una escena que se repitió en todo el territorio francés, donde una tras otra, encomiendas y bailías templarias fueron cayendo sin opción a la defensa. Al final del día, en torno a un millar de templarios –contando caballeros, sargentos y miembros inferiores de la orden– habían sido detenidos por los hombres del rey, y todos sus bienes confiscados. El plan, urdido con paciencia e inteligente determinación durante tres largos años, había salido según lo previsto por el monarca y sus consejeros Nogaret y Plaisians. El fin de los monjes guerreros del Temple, la orden militar más poderosa de la cristiandad, había iniciado su irremediable cuenta atrás…
Dibujo de la antigua fortaleza del Temple en París.
HISTORIA DE UNA CONJURA
Las razones que llevaron al monarca francés a urdir aquella compleja maniobra contra la Orden del Temple han sido analizadas con detalle en decenas de ensayos a lo largo de las últimas décadas. Parece ser que la delicada situación económica de Felipe IV, asfixiado por enormes deudas, fue uno de los motivos determinantes de la traición, pues ansiaba con apoderarse de las riquezas del Temple. En cualquier caso, de lo que no hay duda es que el plan comenzó a tramarse en el año de 1305. Ya con anterioridad, y tras la pérdida de los territorios de Tierra Santa, el Temple había sufrido numerosas críticas y no pocas acusaciones de avaricia, ambición y acumulación de riquezas. Sin embargo, a partir de ese año de 1305 surgieron rumores mucho más graves, que acusaban a los miembros de la orden de cometer pecados de herejía, adoración de ídolos y practicar la sodomía. Con la ayuda de sus dos mejores y serviles consejeros –Nogaret y Plaisians–, el rey comenzó a reunir en secreto todas aquellas acusaciones contra los templarios, con la esperanza de poder, más pronto que tarde, asestar un golpe mortal contra la orden y apropiarse de sus bienes.
Busto de Felipe IV el Hermoso. Crédito: Wikipedia.
Ese momento llegó en 1307, y tras disponer todo con una precisión maquiavélica, el rey actuó contra los templarios sin consultar al pontífice, Clemente V, argumentando que con su proceder pretendía proteger los intereses de la Santa Madre Iglesia y que había seguido las indicaciones del inquisidor general de Francia. Cumplido el objetivo inicial –la detención de los templarios franceses–, Felipe IV puso en marcha la segunda parte de su plan, iniciando su maquinaría diplomática para obtener una actuación similar por parte del resto de los monarcas europeos. Apenas tres días después del inicio de la traición, el monarca hacía enviar sendas cartas a sus colegas de los distintos reinos cristianos de Occidente, explicando las razones de su actuación e invitando a sus iguales a proceder del mismo modo. Cuando las increíbles noticias de la detención y acusaciones contra los templarios fueron llegando a los distintos monarcas, la primera reacción fue de incredulidad y ninguno de ellos –a excepción de un caso concreto, como veremos– siguió los consejos del rey de Francia.
En la Península Ibérica, el único monarca en seguir al pie de la letra las indicaciones de Felipe IV fue el rey de Navarra, Luis Hutin. Una respuesta lógica, pues el rey navarro era el... hijo primogénito de Felipe el Hermoso. De este modo, y apenas diez días después de la actuación contra los templarios franceses, Luis Hutin ordenaba la detención de los monjes guerreros presentes en sus dominios, así como la incautación de todos sus bienes. La medida, ejecutada el 23 de octubre, tuvo una consecuencia inesperada: la detención de tres templarios aragoneses que habían acudido en auxilio de sus hermanos navarros, tras haber llegado a sus oídos lo ocurrido en territorio galo. Al descubrir lo sucedido, el monarca aragonés, Jaime II, mostró su profundo malestar al rey navarro, y le exigió la inmediata liberación de todos los templarios detenidos, aunque sólo logró la libertad de los tres caballeros llegados de encomiendas aragonesas.
EL DESTINO DE LA ORDEN EN LA CORONA DE ARAGÓN
Para entonces, Jaime II ya había recibido la misiva enviada por Felipe el Hermoso, pero se negó a actuar contra los caballeros, respondiendo el 17 de noviembre con una misiva en la que recordaba los nobles y valiosos servicios que los templarios habían realizado en defensa de la fe, la cristiandad, y la Corona de Aragón. Sin embargo, y a pesar de esta inicial y sincera defensa de Jaime II, el rey aragonés procuró reunir todas las informaciones que llegaban desde Francia, y esperó una aclaración expresa por parte del Papa. Mientras tanto, los templarios de la Corona de Aragón, conscientes del peligro que se cernía sobre ellos, se habían reunido en capítulo a finales de octubre en la fortaleza de Miravet, donde tomaron la decisión de solicitar ayuda a Jaime II y reforzar la defensa de sus fortalezas, en previsión de que las hasta entonces favorables circunstancias dieran un giro inesperado. Ante la petición de auxilio de los templarios de su reino, el monarca aragonés contestó que debía escuchar al consejo regio antes de dar una respuesta, pero intentó tranquilizarles asegurando que no iba a tomar medida alguna mientras no recibiera una orden expresa por parte de la Iglesia.
Antiguo grabado representando la ejecución de Jacques de Molay.
Mientras se desarrollaban todos estos sucesos, la máquina inquisitorial astutamente manejada por Felipe el Hermoso trabajaba sin descanso, obteniendo numerosas confesiones de los templarios franceses, quienes, bajo crueles torturas y con la promesa de su liberación sin confesaban las acusaciones, comenzaron a reconocer en masa buena parte de los cargos que se les imputaban. Por su parte, el pontífice, Clemente V, había recibido con gran malestar la actuación unilateral de Felipe IV, lo que suponía un desafío al poder papal. Sin embargo, su primera medida firme no llegó hasta el 22 de noviembre, cuando emitió la bula Pastoralis Praeminentiae, en la que ordenaba a todos los monarcas cristianos la detención de los templarios y la confiscación de sus bienes mientras se aclaraban las acusaciones vertidas en contra de la orden. Aquella decisión parecía respaldar la actuación del monarca francés, aunque en realidad era un intento desesperado del pontífice por recuperar las riendas de la situación. La bula fue enviada a los distintos monarcas, y fue entonces cuando muchos de ellos comenzaron a actuar, a pesar de que hasta entonces habían ignorado las sugerencias de Felipe el Hermoso.
Mientras, en la Corona de Aragón Jaime II seguía sin recibir noticias del pontífice y, cada vez más nervioso, comenzó a valorar la posibilidad de actuar por su cuenta, pese a su inicial defensa de los caballeros. No en vano, seguir el ejemplo francés suponía hacerse con las valiosas posesiones que el Temple tenía en en sus dominios. Fue así como la idea terminó tomando forma y, animado por el inquisidor de Aragón, el 1 de diciembre –y sin haber recibido aún la bula papal–, Jaime II ordenó la detención de todos los templarios ubicados en sus reinos. La medida cogió por sorpresa a buena parte de ellos, incluido el maestre provincial, frey Ximeno de Landa, que se encontraba en la casa de la orden en Valencia. Poco a poco, las posesiones y fortalezas templarías de la Corona fueron cayendo sin remedio: Peñíscola, Chivert, Burriana… Muchos miembros destacados de la orden, como el comendador de Peñíscola, que intentó huir en barca ocultando su identidad bajo un disfraz, fueron detenidos y confinados en distintos lugares. Sin embargo, un grupo de caballeros que habían tomado mayores precauciones lograron atrincherarse en sus castillos, iniciando una resistencia que, en varios casos, llegaría a prolongarse durante meses. Así ocurrió, por ejemplo, en los castillos de Miravet, Ascó, Monzón, Libros, Chalamera, Cantavieja o Villel. Tras sus muros, algunos caballeros lograron resistir los intentos de arresto, en muchos casos gracias a la ayuda brindada por civiles que unieron sus espadas a las de los monjes guerreros.
Vista de Miravet, en cuya fortaleza lograron resistir algunos templarios. Crédito: Wikipedia.
El monarca aragonés intentó convencer a los templarios atrincherados de que depusieran su actitud para no verse obligado a hacer uso de la fuerza, pero la terquedad de los audaces monjes guerreros, mostrando una gran determinación al saberse inocentes y víctimas de una conjura, hicieron oídos sordos al requerimiento real. Sólo con el paso de los meses, y con el inevitable aumento de las penurias tras los muros de las fortalezas, éstas fueron cediendo una tras otra. En la primavera de 1309, meses después de iniciadas las hostilidades, se rendían, finalmente, los últimos bastiones templarios: los castillos de Monzón y Chalamera. Con su rendición, todos los templarios de la Corona de Aragón habían sido al fin detenidos.
Durante un tiempo, y hasta la puesta en marcha de la comisión pontificia que debía resolver la cuestión sobre su inocencia o culpabilidad, los templarios aragoneses –a diferencia de sus hermanos franceses–, habían recibido un trato benevolente. Sin embargo, tras el comienzo de dicha comisión los caballeros fueron amarrados con grilletes y, durante el transcurso de la misma –entre julio de 1309 y el verano del año siguiente– se les interrogó y torturó sin piedad con la intención de arrancarles una confesión. Pese al trato inhumano y vejatorio y al uso del potro para que confesasen sus faltas, ni uno solo de los templarios aragoneses reconoció los pecados, reafirmándose una y otra vez en su inocencia. Finalmente, el Concilio de Tarragona dictaminó, ya en 1312, que los caballeros de la Corona de Aragón eran inocentes de todos los cargos. Una vez obtenida su libertad, el destino de aquellos hombres fue dispar; algunos se unieron al Císter o a la futura Orden de Montesa mientras que otros se reintegraron a la vida civil.
En cuanto a los bienes que poseía la orden en la Corona, su destino fue dispar. Tras el Concilio de Vienne, en el que se disponía la disolución definitiva del Temple, se decidió que todas sus posesiones pasaran a manos de la Orden de San Juan del Hospital, y así ocurrió en buena parte de los reinos de Occidente. En Aragón esta regla se cumplió en parte, pese a las aspiraciones de Jaime II en sentido contrario, pues a excepción de los bienes del Temple en el reino de Valencia –que heredaría la Orden de Montesa–, el resto quedó en manos de los freires del Hospital.
MALLORCA Y CASTILLA
Si en Navarra Luis Hutin había ejecutado la detención de los caballeros con celeridad, siguiendo el ejemplo de su padre, en el reino de Mallorca y el Rosellón, territorios en manos del ‘otro’ Jaime II (1243-1311), el monarca decidió esperar a la llegada de la bula papal, y las órdenes de detención y confiscación de bienes se emitieron ya entrado el mes de diciembre de 1307.
En Castilla, sin embargo, el desarrollo de los hechos fue bien distinto. Tras recibir la misiva enviada en octubre de 1307 por Felipe el Hermoso, el rey Fernando IV no concedió ninguna credibilidad a las acusaciones. Sólo tras recibir la bula papal dictada contra los templarios decidió actuar, aunque con una más que notable tibieza. En ningún momento dio orden de detener a los caballeros –que siguieron gozando de libertad de movimientos pese a las órdenes pontificias–, e incluso llegó a un acuerdo con el maestre provincial, Rodrigo Yáñez, para que éste hiciera entrega pacífica de las posesiones. Sin embargo, algunos templarios castellanos siguieron el ejemplo de sus hermanos aragoneses y, tras hacerse fuertes tras los castillos de Fregenal de la Sierra y Puente de Alcántara, presentaron resistencia a los hombres del rey. En la primera de las fortalezas fueron desalojados por las milicias de Sevilla a finales de 1308, mientras que en la segunda lograron resistir durante algo más de tres meses, seguramente auxiliados por sus hermanos del reino de Portugal. En cualquier caso, y salvo una excepción –seis monjes de Toledo fueron apresados– todos los miembros del Temple en tierras castellanas gozaron de libertad, para desagrado de Clemente V, que veía ignoradas sus órdenes por parte del monarca castellano. Además, Fernando IV, más preocupado por su enfrentamiento contra infieles de Granada, ignoró también los requerimientos papales sobre las posesiones templarias, haciendo uso de ellas a su antojo. La fortaleza de Fregenal de la Sierra, por ejemplo, fue concedida tras su captura a un particular, y en el caso de Capilla, se vendió a la Orden de Alcántara por la respetable suma de 130.000 maravedíes. En otros casos, el rey castellano ni siquiera se molestó en capturar los bienes templarios, pues en la primavera de 1310 los monjes guerreros todavía conservaban en sus manos los castillos de Alcañices y Alba de Aliste.
Vista del castillo de Fregenal de la Sierra. Crédito: Wikipedia.
Mientras tanto, y con el Concilio de Vienne a punto de comenzar, los templarios de Castilla todavía circulaban con libertad por el reino. No sería hasta el 27 de abril de 1310 cuando fueron convocados a Medina del Campo, y ni siquiera entonces acudieron todos. Durante los días que duraron los interrogatorios los templarios fueron retenidos bajo custodia, pero después fueron puestos de nuevo en libertad. Finalmente, el concilio celebrado en Salamanca para dictar su veredicto determinó que, al igual que sus hermanos de Aragón, los templarios castellanos eran inocentes de los cargos que se les imputaban, quedando por tanto libres y sin castigo, aunque sus bienes recayeron temporalmente en manos de la Corona.

ANEXO
EL REFUGIO PORTUGUÉS
Si Fernando IV de Castilla se había mostrado muy condescendiente con los templarios –para irritación del papa Clemente V– y sólo actuó en lo referido a sus posesiones, el caso del reino de Portugal fue aún más llamativo.
El monarca, Dinís I (1279-1325) ignoró desde un primer momento las órdenes de capturar a los caballeros e incautarse de sus bienes. El rey portugués consideró que lo más apropiado era esperar a que se tomara una decisión final sobre el destino de la orden y sus bienes, así que mientras esta llegaba –cosa que no ocurrió hasta 1312–, los templarios circularon a su antojo por el reino, como si lo ocurrido en Francia y otros lugares de Europa hubiera sido sólo un mal sueño. Cuando finalmente se declaró la disolución total del Temple, Dinís reclamó para sí el derecho a hacer uso de las posesiones templarias, empleando ante el pontífice el argumento de que buena parte de ellas habían sido en origen donaciones reales. Pocos años después, y aprovechando el grueso de las antiguas fuerzas templarias portuguesas y sus dominios, el monarca propiciaría la creación de la Orden de Cristo, que quedaría al servicio total de la Corona

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