lunes, 30 de septiembre de 2013

La enigmática Orden del Temple 1/2

Tres de las más importantes sociedades secretas surgieron públicamente en el siglo XII. Todavía existen hoy y tienen entre sus miembros los principales personajes de la política mundial, la banca, los negocios, los militares y los medios de comunicación. Eran los Caballeros Templarios, los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y los Caballeros Teutónicos. Los Caballeros Hospitalarios han cambiado su nombre varias veces. Han sido los Caballeros de Rodas y hoy son los Caballeros de Malta en su forma católica y su versión protestante es conocida como los Caballeros
de San Juan de Jerusalén. Como los Caballeros de Malta, su cabeza oficial es el Papa y sus oficinas centrales están en Roma. Asimismo,  los Caballeros de San Juan están ubicados en Londres y su cabeza oficial es el Rey o Reina de Inglaterra. Las versiones, católica y protestante, son la misma organización al más alto nivel. Los Caballeros Templarios fueron constituidos aproximadamente al mismo tiempo, en 1118, aunque podría haber sido al menos cuatro años antes. Y fueron primero conocidos como los Soldados de Cristo. Los Templarios están rodeados de misterio y contradicción, pero es conocido que dedicaron la orden a la “Madre de Dios“. Los Caballeros Templarios promovieron una imagen cristiana como una cobertura y por tanto la Madre de Dios se pensó que era María, la madre de Jesús. Pero para las sociedades secretas el término la Madre de Dios simboliza a Isis, la virgen madre del Hijo de Dios egipcio, Horus, y la esposa del dios del Sol, Osiris, en la leyenda egipcia. Pero veamos la historia de esta organización.
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón (en latín, Pauperes commilitones Christi Templique Solomonici), comúnmente conocida como los Caballeros Templarios o la Orden del Temple (en francés, Ordre du Temple o Templiers) fue una de las más...
famosas órdenes militares cristianas. En el año 1118 después de Cristo, los cristianos controlaban una vez más Tierra Santa. La Primera Cruzada había constituido un éxito clamoroso. Pero aunque los musulmanes eran derrotados, sus tierras confiscadas y sus ciudades ocupadas, no habían sido conquistadas.  En vez de ello, permanecían en los límites de los recién establecidos dominios cristianos, haciendo estragos contra todos los que se aventuraban a ir a Tierra Santa. La peregrinación segura a los lugares santos era una de las razones de las Cruzadas, y los peajes de ruta eran la principal fuente de ingresos para el recién constituido Reino Cristiano de Jerusalén. Los peregrinos acudían a diario a Tierra Santa, llegando solos, por parejas, en grupos o, a veces, como enteras comunidades desarraigadas. Desgraciadamente, los caminos no eran nada seguros. Los musulmanes permanecían al acecho, los bandidos vagaban libremente, incluso los soldados cristianos constituían una amenaza, ya que el pillaje era, para ellos, una forma normal de proveerse. Hay varios escritores que han escrito interesantes obras sobre los templarios, tales como Fernando Diez Celaya, Javier Sierra, Robert Ambelain, Juan Atienza. Lynn Picknett y Clive Prince, entre otros. Para este artículo me he basado parcialmente en las obras de estos autores, sobre todo en la obra  “Los Templarios”, de Fernando Diez Celaya.
Según Juan Atienza, todas las noticias que tenemos de estos monjes guerreros vienen, con muy pocas excepciones, de su tierra originaria. Los investigadores franceses han entrado a saco en la orden, la han desmenuzado, la han transformado a su imagen y semejanza, y la han convertido en materia de uso prácticamente exclusivo. Sin embargo, los templarios fueron, de hecho, una especie de compañía multinacional esotérica, que había nacido de padres franceses muy lejos de Francia -en Jerusalén- y que se extendió rápidamente, en la medida de sus fuerzas y del tiempo que se les concedió, por todo el mundo conocido y hasta, en parte, por ese otro mundo que aún estaba por conocer. La península ibérica y las islas que forman parte de su territorio nacional fueron una de sus metas; en apariencia simples metas de poder económico y territorial. Pero, si nos detenemos a meditar en la circunstancia templaria, tenemos que preguntarnos: ¿fueron únicamente eso? la presencia templaria no fue sólo un acontecimiento político, guerrero o religioso -a nivel de religión oficial, se entiende-, sino una eclosión de auténtico esoterismo institucionalizado, que se cubrió, mientras pudo, de apariencias ortodoxas, mientras en la intimidad y en el secreto de las bailías y encomiendas se fraguaba una postura distinta que, a través de la influencia política y de la capa de obediencia a las instituciones religiosas y al papa, buscaba nada menos que otro saber. Y, a través de él, otro poder también, porque en la historia de la eterna búsqueda del hombre por el conocimiento se esconde -¡siempre!- un ansia de poder que coloque al que sabe por encima del que ignora. Saber y poder han marchado siempre unidos en la historia desconocida del hombre. Y, en este sentido, los templarios constituyen un ejemplo que pervive, aunque el tiempo y sus detractores hayan hecho secularmente todo lo posible por borrarlos del recuerdo.
La Orden del Císter, fundada por San Roberto en la abadía de Citeaux, Francia, en 1098, como renovación y recuperación de los ideales benedictinos y pureza de la regla original, intervino di­rectamente en la creación de la Orden del Temple. Ya san Ber­nardo, abad de Claraval, pre­sunto fundador o, al menos, ins­pirador de la orden, redactó sus estatutos y animó a sus familia­res, sobre los que al parecer ejer­cía un gran ascendente, que a la sazón eran condes de Champagne o vivían en dicho condado, para que participasen directamente en la fundación de la orden, se vincularan a ella o la favorecie­ran con donaciones y legados. El trovador Albrecht Von Johannsdorf canta: «Me he hecho cruzado por Dios (…). Que Él me cuide para que vuelva, pues una dama tiene gran pena por mí (…). Pero si ella cambia de amor, que Dios me permita morir». Y el emperador Enrique VI en un rapto de amor cortés: «Saludo con mi canción a mi dulce amada / a la que no quiero ni puedo abandonar», versos que sin duda no dedicó a su esposa, la reina Constanza de Sicilia, a cuya familia mandó asesinar ante sus propios ojos. Hugues de Payans, el primer gran maestre del Temple, es se­ñor feudal de un territorio cer­cano a Troyes y está emparen­tado con los condes de Champagne; André de Montbard, uno de los nueve caballeros, es tío del propio San Bernardo. Y San Ber­nardo, como sabemos, esel abad fundador de la abadía de Cla­raval, perteneciente a la orden del Císter (y de otras 343 casas abaciales), orden que hasta la fundación del Temple era refu­gio de caballeros y trovadores cuando éstos, hastiados de las pasiones del siglo, se retiraban a la vida contemplativa y recoleta de sus claustros, con su divisa ora et labora.

El movimiento renovador del Císter, apoyado en las abadías de Claraval, Citeaux. La Ferté. Pontigny y otras, recabó consi­derable poder y autoridad y des­bancó a la antaño todopoderosa Orden de Cluny, de la que pro­cedía y cuya regla enmendaba, en un intento por regresar a las fuentes primigenias de la po­breza benedictina, sobre todo durante la titularidad de San Es­teban Harding (1109-1134) co­mo abad de Citeaux, quien en­cargó a sus monjes la ardua ta­rea de descifrar y estudiar los textos sagrados hebraicos halla­dos en Jerusalén, después de la toma de la ciudad en 1095, con ayuda de los sabios rabinos de la Alta Borgoña. El Císter participó en la fundación de la Orden del Temple y también en la creación de las Órdenes militares de Calatrava (1164), Alcántara (1213) y Aviz (1147), que, curiosamente, he­redarían y serían, pese a todo, continuadoras del Temple tras su proscripción. Los privilegios de la Orden del Císter encierran una fórmu­la que empleaban los caballeros templarios y en la que el neófito postulante, admitido a la orden, jura, además de los extremos re­lacionados con la fe, obediencia al gran maestre, defender a la Iglesia católica y no abandonar el combate aun enfrentado a tres enemigos. Y, por su parte, el juramento de los maestres templarios afirma, «según los estatutos prescritos por nuestro padre san Bernardo», que «ja­más negará a los religiosos, y principalmente a los religiosos del Císter y a sus abades, por ser nuestros hermanos y com­pañeros, ningún socorro…». Esta frase da pie a algunos es­tudiosos (Charpentier entre ellos) para afirmar que el Tem­ple fue, en puridad, una hechura completa de la Orden del Císter y de san Bernardo en particular, quien encargó a hombres de su confianza, los nueve caballeros, una misión especial y secreta.
Esta misión ponía en juego el poder de la propia orden —que, curiosamente, a los pocos años resultó ser tan poderosa y acau­dalada como la orden cluniacense que se había pretendido reformar mediante la pobreza—, perseguía al parecer el descu­brimiento de secretos milena­rios, como el paradero del arca de la alianza o del santo grial, y pudo ser la responsable directa de la aparición del arte gótico en Francia. Por desgracia, el mis­terio que ha envuelto desde siempre a la Orden del Templo de Salomón no ha arrojado luz alguna sobre estas hipótesis. De manera que cuando un caballero de la Champagne, Hugo de Payens, fundó con otros ocho caballeros una orden monástica de hermanos combatientes dedicada a facilitar el tránsito seguro de los peregrinos, la idea recibió una amplia aprobación. Balduino II, que gobernaba Jerusalén, concedió a la nueva orden refugio bajo la mezquita de Al Aqsa, un lugar que los cristianos creían que era el antiguo Templo de Salomón, de manera que la nueva orden tomó su nombre de su cuartel general: los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón de Jerusalén. La hermandad inicialmente se mantuvo pequeña. Cada caballero formulaba votos de pobreza, castidad y obediencia. No poseían nada individualmente. Todos sus bienes terrenales pasaban a ser de la orden. Vivían en comunidad y tomaban su comida en silencio. Se cortaban el pelo muy corto, pero se dejaban crecer la barba. Obtenían la comida y la ropa de la caridad, y el modelo de su monasterio procedía de san Agustín. El sello de la orden era particularmente simbólico; dos caballeros subidos a una sola montura… una clara referencia a los días en que los caballeros no podían permitirse su propio caballo. Una orden religiosa de caballeros combatientes no era, según la mentalidad medieval, una contradicción. Por el contrario, la nueva orden apelaba tanto al fervor religioso como a la proeza marcial. Su creación resolvía también otro problema —el reclutamiento de soldados—, ya que proveía una presencia constante de luchadores de confianza.
«No es coincidencia que la mayor orden de caballería de la historia sea el Toisón de Oro. Con lo que queda claro lo que esconde la expresión Castillo. Es el castillo hiper­bóreo donde los templarios custodian el Grial, probable­mente el Monsalvat de la leyenda» (Umberto Eco, El péndulo de Foucault). El misterio ha envuelto desde siempre las auténticas motiva­ciones que surgieron en el ám­bito político y religioso europeo del siglo XII para que determi­nadas instancias de poder deci­dieran la creación de una orden militar y religiosa a la vez, tan compleja en su trayectoria y tan desmedidamente poderosa en el corto lapso de medio siglo co­mo la Orden del Templo de Sa­lomón. En el contexto de los avalares sociopolíticos de este siglo y de los que siguieron, destacan im­portantes figuras que estuvie­ron en relación con la orden, que la favorecieron abiertamente, que la apoyaron desde una clan­destinidad sorprendente —pues se trata de un apoyo que se pro­dujo antes y después de su in­terdicción—, que colaboraron en su engrandecimiento y quizá después en su caída y ruina, o que la combatieron sin ambages desde su fundación. Desde san Bernardo de Claraval, su presunto fundador, a Inocencio III o Clemente V; des­de el emperador Federico II Hohenstaufen al rey de Francia Felipe IV el Hermoso, pasando por los reyes trovadores, los condes-reyes templarios catalano-aragoneses, los condes de Provenza, los sultanes de Egipto o los reyes de Jerusalén: todos ellos se interesaron por los tem­plarios, por su sabiduría, sus se­cretos y su poder, basado muy en parte en su floreciente eco­nomía.
Bernardo (1090-1153), funda­dor y primer abad de Claraval (Clairvaux, Francia), doctor de la Iglesia, ardoroso predicador de la II Cruzada, está conside­rado por muchos el verdadero fundador e inspirador de la orden. De hecho, su texto De laude novae militiae está dedicado a ana­lizar las dificultades y contra­dicciones de una orden militar como la templaría, que pretende ser, por un lado, religiosa —y, por tanto, dedicada a la oración y a la compasión— y, por otro, militar —abocada a la guerra y al homicidio—. Pero ya el santo varón se encarga de dejar claros los conceptos de homicidio pe­nado y homicidio en nombre de Cristo, lo que disculpa e incluso ensalza. Éste es el fundamento de la «guerra santa», que tan conocida es en su versión musulmana. De cualquier forma, la figura de Bernardo se presenta como impulsor de la nueva orden y su carácter enérgico y decidi­do consigue que el proyecto sea aprobado y reconocido, para bien de la cristiandad, que ne­cesita de los esfuerzos de estos milites Christi, «soldados de Cristo», un término ya contro­vertido en la propia época de la fundación de la orden, pues no en vano se alzan numerosas voces, sorprendidas por este nuevo ejército militante que no tiene reparo en recurrir a la espada para defender la fe por medio de la sangre. Hay que tener en cuenta que, hasta el momento, los enfrentamientos entre am­bas religiones —el cristianismo y el islam— habían sido diri­midos mediante pacíficos acuer­dos, allí donde coexistían ambas religiones, o mediante métodos más expeditivos —en cuestio­nes fronterizas o entre reinos—. Pero nunca se había visto que monjes profesos no tuvieran re­paro en acudir a las armas pa­ra solventar las diferencias con otras religiones. Esto sentaba un peligroso precedente y creaba un vacío legal en la aplicación de la doctrina católica. Si los siervos de Cristo podían recurrir a la espada con toda impunidad, te­niendo incluso el Paraíso por re­compensa, como sucedía con los integrismos musulmanes o los primitivos cultos ger­mánicos, se violaba flagrantemente la ley mosaica.

De este modo, se santifica la guerra y la muerte violenta del enemigo, aunque san Bernardo trate de aclarar que «se trata de enfrentarse sin miedo a los enemigos de la cruz de Cristo», sin pararse a pensar que es precisamente Cristo el que renun­cia, con su ejemplo personal, se­gún los Evangelios, a utilizar la violencia de las armas contra los enemigos de la fe. Pese a la postura tan ortodoxa y tan en consonancia con la doc­trina oficial de San Bernardo, no en vano doctor Ecclegiae, no fal­tan autores que sospechan in­tereses y motivaciones ocultas en su actuación y, quizá con exceso de imaginación, lo con­vierten en el misterioso abad de secreta conducta que, apa­rentemente hijo predilecto de la Iglesia romana, realiza toda una labor de zapa para, solapada­mente, crear una orden de mon­jes-soldados cuyos estatutos les posibiliten poco a poco una in­dependencia inusitada de la je­rarquía eclesiástica. Monjes su­jetos tan sólo al fallo del papa en última instancia y de cuya obediencia se pudieran desligar en un futuro gracias al inmenso poder de la orden, económico y, por tanto, también político y so­cial. De ser cierto esto, Bernardo habría sido el artífice de un po­deroso movimiento basado en postulados ideológicos y religio­sos precristianos, encaminado a desarrollarse en el seno de la cristiandad, precisamente con el único fin de acabar con la he­gemonía de ésta y de acelerar el advenimiento del Reino de los Mil Días que la Biblia preconiza.
Pero, más allá de las especu­laciones, la doctrina y la figura de san Bernardo se conforman puntualmente a los patrones tradicionales de obediencia a la Iglesia, como demuestran sus escritos, pese a que en ciertas ocasiones tome la pluma para enmendar la conducta de algún pontífice. Bernardo es, ante to­do, un hombre de iglesia, de­voto y estricto, que quizá no lle­ga nunca a sospechar el poder inmenso y los tortuosos caminos que recorrerán dos siglos más tarde sus hijos predilectos, los milites Christi, los soldados del Templo de Salomón a los que ha prestado todo su apoyo y es­fuerzos. La historia se perfila en 1118. Jerusalén está ya en manos cristianas, y dos órdenes militares de reciente creación -los Hospitalarios (1110) y los Teutónicos (1112)- se encargan eficientemente de proteger los Santos Lugares de cualquier intento de recuperación por parte de los árabes. Pues bien, justo por aquel entonces el conde Hugo de Champagne, uno de los hombres más influyentes de Francia, poseedor de más tierras y siervos que el propio Rey, recluta a nueve hombres de su absoluta confianza para cumplir una extraña misión. El conde tiene 41 años, ha viajado en varias ocasiones a Tierra Santa participando en la Cruzada que conquistó esos territorios en 1099, y muestra un especial interés en que sus caballeros se establezcan en la Jerusalén cristiana. El entonces rey de la Ciudad Santa, Balduino II, les cederá sin demasiadas contemplaciones la plaza más importante del burgo: el recinto de la Cúpula de la Roca.  Los musulmanes habían edificado en aquel solar una suntuosa mezquita, levantándola justo sobre el emplazamiento donde un día estuvo el sancta sanctórum del Templo de Salomón, y bajo la cual dejaron al descubierto una gran roca que la tradición asegura que había sido el lugar en el que Abraham, siguiendo órdenes de Dios, había querido sacrificar a su hijo Isaac. Pero aquella roca significaba mucho más.
Para los árabes, justo sobre aquel suelo de piedra había descendido una misteriosa “escala divina” por la que el profeta Mahoma había logrado ascender en cuerpo y alma a los cielos. Fue aquel un viaje santo en el que dicen que el profeta comprendió la estructura de la creación por gracia del propio Alá, convirtiendo la ciudad en el tercer lugar santo del Islam después de La Meca y Medina. El relato, idéntico en muchos aspectos al que la Biblia atribuyó siglos antes a Jacob -que también contempló otra de esas “escaleras al cielo” camino de Harrán (Génesis, 28)-, debió excitar la imaginación de los cruzados. Si aquella roca era lo que decían los infieles, allí debía esconderse una especie de “mecanismo” capaz de conectar cielo y tierra. Una especie de “ascensor” sobrenatural al reino de Dios. Fuera o no por esa razón, lo cierto es que los templarios se asentaron en la Roca -Haram es-Sharif la llaman los árabes- entre 1118 y 1128. Su misión: proteger el lugar y las rutas de los peregrinos que quisieran alcanzarla como meta espiritual. Paradójicamente, pese a su condición de caballeros, durante esos diez años de reclusión en la ciudad los hombres del conde Hugo no libraron ni una sola batalla. Sus espadas no se unieron a las fuerzas de ocupación cristiana de Jerusalén para luchar en los frentes abiertos desde Antioquía a Tiberiades, ni tampoco se preocuparon por reclutar a nuevos caballeros para su causa. Por el contrario, todo parece indicar que se concentraron únicamente en la excavación y desescombrado sistemático de los establos del antiguo Templo de Salomón, descubriendo unas gigantescas bóvedas subterráneas, demasiado grandes para albergar a unos pocos hombres y su séquito. Un cruzado alemán llamado Juan de Wurtzburgo, dijo que aquellos sótanos “eran tan grandes y maravillosos que podía albergarse en ellos más de mil camellos y mil quinientos caballos“. Y la duda, naturalmente, no tardó en saltar: ¿buscaban algo en particular aquellos hombres? ¿”Algo” quizá relacionado con la intensa historia de aquel pedazo de tierra?
Muchos estudiosos de este periodo histórico, como Louis Charpentier, Robert Ambelain o más recientemente Michel Lamy, sostienen que durante aquellos trabajos los templarios pudieron dar con alguna reliquia o quizás con documentos históricos importantes que les hicieron tremendamente fuertes a ojos del Papa y las monarquías de su época. Pero en 1945 surgió una nueva pista. Este año se descubrieron en Qumrán, junto al Mar Muerto, en Israel, algunos manuscritos antiguos de la época de Jesús. Uno de ellos, el llamado Rollo del Cobre, describía un fabuloso tesoro formado por la “vajilla sagrada” de Salomón, que debía estar enterrado en el subsuelo de aquel lugar desde el siglo IX a.C. ¿Buscaron los templarios ese tesoro? Si hemos de creer en lo que dice la Biblia, el ajuar del Templo debió ser fabuloso: un altar de perfumes de oro macizo, una mesa para los panes de la proposición de cedro y oro, copas, braseros y lámparas de metales nobles adornaban una estancia en la que se guardaba el tesoro de los tesoros, “el Santo de los Santos“: el Arca de la Alianza. Si descubrieron el depósito que cita el Rollo del Cobre o no, es probable que nunca lo sepamos, pero lo cierto es que en el año 1125 el mentor de aquella expedición de los primeros templarios, el conde Hugo, abandonó familia y posesiones en Francia y se apresuró a unirse a sus caballeros. ¿Para qué? Su precipitada salida de Troyes demuestra, sin duda, que el noble recibió noticias de algún descubrimiento fundamental que requería de toda su atención…
Fuera lo que fuese lo que hallaron los templarios, tres años después, al regreso de la campaña de Jerusalén, le sigue la fulgurante ascensión de esta organización. Se convoca el concilio de Troyes  sólo para respaldar a la nueva milicia del conde Hugo. San Bernardo, en 1130, redacta los estatutos de la organización, y en 1139, en un tiempo récord, el papa Inocencio III concedía a los templarios unos privilegios exorbitantes para la época, haciéndoles independientes hasta de la propia Iglesia, y obligándoles tan solo a rendir cuentas al pontífice en persona. A partir de ahí, todo lo relacionado con el Temple se convierte casi en leyenda. Ningún documento histórico da fe de qué pudo convertir un grupo de nueve expedicionarios en toda una fuerza militar, religiosa y política de la época. Y los historiadores, casi a la fuerza, se han visto obligados a desembarcar en la literatura de aquel periodo para buscar respuestas. En los albores del siglo XIII un poeta y caballero teutónico llamado Wolfram von Eschembach escribe un abigarrado texto -titulado Parsifal – en el que afirma que los templarios son los custodios del Santo Grial. Pocos años antes, en otro texto escrito por un poeta de la región gobernada por el conde Hugo, un tal Chretien de Troyes, mencionó esa reliquia por primera vez, describiéndola no como la copa utilizada por Jesús durante la Última Cena, sino como una especie de bandeja o losa sagrada. ¿Habían descubierto los templarios el Grial? ¿Y qué era ese Grial del que nadie se había preocupado hasta ese momento?
Wolfram von Eschenbach (Eschenbach, actual Baviera, 1170 – 1220) fue un caballero y poeta alemán, reconocido como uno de los mayores poetas épicos de su tiempo. Como Minnesinger, también compuso poesía lírica. Nació en una familia noble y perteneció a la corte de Hermann de Turingia. Su máximo logro poético lo obtuvo con la célebre epopeya Parzival, de 25 000 versos rimados, cuyo tema procede del Perceval o el cuento del Grial francés, de Chrétien de Troyes. Eschenbach convirtió el poema en una verdadera epopeya, en la que el héroe asume el sentimiento de culpa propiciado por sus acciones desmedidas, iniciando posteriormente la búsqueda de la gracia mediante un camino de noble penitencia. Es éste el trasfondo básico que, ya en el siglo XIX, Wagner recogería para componer su famosa ópera del mismo nombre, Parsifal. Compuso diversas poesías líricas de tradición cortesana, así como dos epopeyas más, ambas inacabadas: Titurel, dedicada al tema de la fidelidad, y Willehalm, sobre el personaje de Guillermo de Aquitania. En su obra se observa gran admiración al conocimiento basado en la experiencia y una crítica a la erudición obtenida sólo a través de la lectura. Este trovador alemán, este Minnesänger, es una pieza clave para encumbrar el mito de Parzival. Fue de los más importantes trovadores de Wartburg y sus obras fueron muy apreciadas. Al parecer, fue un caballero a la manera de Ramón Llull. No se sabe a ciencia cierta cuándo nació, pero se cree que a finales del siglo XII. Su patria natal fue Baviera y Eschenbach su pueblo. Vivió gran parte de su vida en Ansbach. Su pueblo natal recibió hace poco el nombre de Wolframs-Eschenbach en su memoria, y se le erigió un monumento.
Lo más curioso es que Wolfram von Eschenbach no sabía ni leer ni escribir. Al parecer se hacía leer las obras y poseía una prodigiosa memoria. Era una mezcla de caballero medieval, poeta, monje y guerrero, «reunía en su persona elementos caballerescos y populares, laicos y eclesiásticos; tenía por única riqueza el arte que le dio Dios por única fuente de sustento, el canto; respiran sus poemas la fresca atmósfera del bosque y de las montañas». Se supone que concibió Parzival a principios del siglo XIII en el castillo de Wartburg —mítica cuna de poetas y trovadores— y lo finalizó en 1215. En este castillo, donde estos maestros cantores, cuyas tres reglas principales, Dios, su señor y la mujer amada, constituían la fuente de su inspiración, Eschenbach compuso su obra. Pues él fue el príncipe de los trovadores, junto con Walther von der Vogelweide y Heinrich Tannhäuser. Richard Wagner lo inmortalizó en su obra Tannhäuser, mostrándolo como piadoso y compasivo, caballeresco y máximo exponente de la Renuncia. Algunos han visto en su obra visiones mágicas y lazos esotérico-místicos. Se dice que Parzival revela gran control intelectual, una tendencia cognoscitiva, alquímica y mágica. Eschenbach es un guerrero nato, un guerrero Minnesänger de la guerra esotérica. Eschenbach habla del Grial como una fuente de poder de la que emana riqueza y abundancia sin límites, un objeto tan solemne, que en el Paraíso no hay nada más bello, el todo perfecto donde nada falta y que era al mismo tiempo racimo y flor.
Chrétien de Troyes (1135 –1190) fue un poeta de la corte de Champagne. Se dice que es el primer novelista de Francia y, según algunos, el padre de la novela occidental. Se conoce muy poco sobre su vida. Se supone que nació en Troyes y estudió lenguas clásicas, incluido el griego. Antes de entrar en una orden monástica, se orientó, gracias a su precoz talento o a algún protector de fortuna, a una carrera como clérigo en la Corte de María de Francia, quien le habría encargado algunas obras, y, más tarde, a la de Felipe de Alsacia, conde de Flandes, a quien está dedicado Perceval o el cuento del Grial. Fundamentándose en su nombre Chrétien, algunos creen que era un judío converso, tesis defendida por Philippe Walter. Sus narraciones transparentarían así una inspiración cabalística. Según otros su inspiración deriva del catarismo. Sea como fuere, sus orígenes, sin duda modestos, permanecen oscuros. Su fuente de inspiración se encuentra en la tradición celta y en las leyendas bretonas (la llamada matière de Bretagne, en castellano materia de Bretaña). Pero él confiere a estos materiales una dimensión cristiana nueva, fuertemente impregnada por los cantares de gesta en lengua d’oil de la segunda mitad del siglo XII. El secreto de su arte reside en su capacidad de operar, según sus mismas palabras, la buena conjointure, esto es, la alianza sabiamente dosificada entre la forma y el fondo. Considerado como uno de los primeros autores de libros de caballerías, donde mito y folklore se unen admirablemente para formar narraciones de encuesta, restringe el recurso a los elementos sobrenaturales, que él subordina a la descripción refinada de los sentimientos humanos, e incluso a la denuncia de iniquidades o injusticias sociales.
Es uno de los iniciadores de la literatura cortesana en Francia, aunque rinde cuentas al deseo y la sexualidad, al encuentro de los autores que desarrollaron el género tras su muerte. Cinco de sus novelas han llegado hasta nosotros: Érec et Énide, Cligès, Lancelot ou le Chevalier de la charrette, Yvain ou le Chevalier au Lion, Perceval ou le Conte du Graal. Guillaume d’Angleterre, novela que le es a veces atribuida, es de autenticidad dudosa. Lancelot e Yvain aparecen como sus novelas más célebres y complementarias, tanto por su tema como por su factura. Chrétien de Troyes las habría compuesto hacia 1175. En la primera, trata de la oposición moral entre el sentido del honor y la pasión adúltera; en la segunda, de la dificultad de conciliar la aventura caballeresca y el amor conyugal. De forma muy original, las intrigas de estas dos novelas se van entrelazando y el narrador no necesita enviar al lector de una a la otra. Habiendo inspirado a numerosos poetas en toda Europa, Chrétien de Troyes puede ser considerado como uno de los creadores de la novela medieval, sobre todo por la riqueza de sus obras y por la psicología compleja de sus personajes. Su genialidad e inventiva es notable, fue el primer autor en escribir sobre el Grial en una novela. Su larga notoriedad en una Europa medieval, donde los clérigos permanecen muy a menudo anónimos, subraya el valor excepcional de su talento y creatividad. La temática gira alrededor del ciclo bretón o leyenda del Rey Arturo y sus caballeros de la Mesa Redonda. Es muy probable que haya conocido la Historia de los reyes de Britania, de Godofredo de Monmouth y que la obra le haya servido de fuente de inspiración.
Aunque tradicionalmente se crea que el Grial fue la copa empleada por Jesús antes de ser sacrificado, o incluso el recipiente empleado por José de Arimatea para recoger la sangre del Mesías en la cruz, este objeto no se cita específicamente en ningún pasaje de la Biblia y no comenzará a hablarse de él hasta bien entrado el siglo XII. Graham Hancock, un escritor experto en enigmas históricos, avanzó en 1993 la hipótesis de que aquellas primeras alusiones al Grial de De Troyes y Von Eschembach escondían en realidad una clara referencia al Arca de la Alianza. Según explicó Hancock en su ensayo Símbolo y Señal, el hecho de que ambos poetas se refirieran al Grial como una losa podría estar haciendo alusión al contenido sagrado del Arca: las Tablas de la Ley. Hancock, además, encontró abundantes referencias iconográficas al Arca de la Alianza en las primeras catedrales góticas construidas en los alrededores del Condado de Champagne a partir del siglo XII. Capiteles, estatuas y vidrieras de Chartres, Amiens, París o Reims aludían al Arca y a su salida del Templo de Salomón, como si los constructores de estos templos supieran a dónde fue a parar tan codiciada reliquia. ¿Pero quiénes fueron esos constructores? Increíblemente, tampoco sabemos demasiado de ellos. Surgen en las tierras del conde Hugo poco después del regreso de los primeros templarios de Jerusalén y manejan técnicas de construcción inusitadas para un tiempo en que la arquitectura se reducía al tosco y monolítico arte románico. Aún así, después del año 1000 Europa vivirá un fervor constructivo sin precedentes: en apenas trescientos años -entre 1000 y 1300- se levantaron “todas las catedrales, monasterios e iglesias mínimamente importantes que hay en Francia“, dice Louis Charpentier en su obra Los misterios templarios. Los números son impresionantes: son 1.108 las abadías construidas a partir de 950, a las que en el siglo siguiente se sumarán 326, y otras 702 durante la centuria posterior.
Esta última expansión coincide, curiosamente, con algunos de los privilegios que se conceden a la Orden, cuando una bula papal de 1163, conocida como Omne Datum Optimun, otorga a los templarios la capacidad de conservar íntegros los botines capturados a los sarracenos, les exime de pagar el diezmo por sus propiedades aunque podrán recibirlo de otros, les facilita tener sus propios capellanes -impidiendo que nadie externo a la Orden controlara sus movimientos- y les permite incluso construir sus propias capillas e iglesias. De hecho, no en vano algunos historiadores creen que tras la financiación y diseño de las primeras catedrales góticas se encontraban los templarios. Sólo así se explica la aparición de una técnica constructiva con elementos tan innovadores -a la vez que arabizados- como el arco ojival, o la inclusión de complejos cálculos matemáticos y físicos en la ejecución de unas obras en piedra que parecían desafiar a la gravedad. Pero, de ser cosa de los templarios, ¿de dónde obtuvieron los conocimientos necesarios para ese nuevo modelo de arquitectura? Según Javier Sierra,  las Tablas de la Ley no son las primeras piedras inscritas que entrega una antigua divinidad a los humanos. Mucho antes de que Moisés recibiera en el Sinaí tan valioso documento, el dios de la sabiduría egipcio Toth entregó a los hombres unos textos -las “tablas esmeralda“- en los que se contenían “todos los secretos del cielo y la tierra“. Imhotep, el arquitecto que se supone construyó la primera pirámide durante el reinado del faraón Zoser de la III Dinastía, se dice que recibió los planos de su edificio en una de esas tablas.
Es más, la idea de las mismas se helenizó con la llegada de los faraones ptolemáicos al país del Nilo, convirtiendo a Toth en Hermes Trismegisto, y acuñando el mito del saber inscrito en piedra de forma tan profunda que hasta el Renacimiento llegarán los buscadores de esas “tablas esmeralda“. No es, por tanto, demasiado osado establecer una relación entre las piedras de Toth y las tablas de Moisés, sobre todo si pensamos que éste último, si hemos de creer lo que dice la Biblia, fue príncipe de Egipto. Además, de esa forma se explicarían las conexiones arquitectónicas, de proporciones matemáticas y hasta de distribución que existen entre algunos templos del Antiguo Egipto y las catedrales de los templarios. Y sigue diciendo Javier Sierra que su  investigación en este terreno ya ha arrojado sus primeros resultados. La existencia de un “saber religioso” nacido en Egipto y adoptado por los constructores de catedrales se demuestra en los paralelismos existentes entre ciertas imágenes del Libro de los Muertos y la estatuaria de los tímpanos de algunos de estos recintos cristianos. En arquitectura, se denomina tímpano al espacio delimitado entre el dintel y las arquivoltas de la fachada de una iglesia o el arco de una puerta o ventana. También es el espacio cerrado delimitado dentro del frontón en los templos clásicos. Se encuentra en el Antiguo Egipto en la primera mitad del siglo III a.C. Más tarde se encuentra en la arquitectura griega, luego en la cristiana y en la arquitectura islámica. El tímpano se presenta decorado con relieves como ocurre en los templos griegos, donde solía contener escenas mitológicas, o en las iglesias y catedrales del románico y del gótico, en las que solía contener escenas y motivos religiosos.
Según Javier Sierra, en Vézelay o en la catedral de Notre Dame de París, pueden verse en sus tímpanos principales una escena del llamado “Juicio Final” en la que un ángel pesa el alma de los difuntos y decide si condenarlos a ser engullidos por un monstruo con cabeza de cocodrilo o enviarlos al descanso eterno. Pues bien, el “Libro de los Muertos” egipcio -un texto que se cree tiene más de 5.000 años de antigüedad- describe cómo el dios Anubis pesa el alma del faraón en una balanza y decide si salvarlo o condenarlo a ser devorado por una criatura con cabeza de cocodrilo y cuerpo de león. ¿Casualidad? ¿Una improbable coincidencia de conceptos barajada por artistas de tiempos y estilos bien distantes? ¿O tal vez fruto de una transmisión de conocimiento del que los templarios fueron sus últimos depositarios?  Los primeros en construir monumentos imitando la disposición de ciertas estrellas fueron los egipcios. Las tres grandes pirámides de la meseta de Gizeh, en El Cairo, imitan la disposición de las tres estrellas centrales de la constelación de Orión. Una constelación que para los faraones era la contrapartida celestial del dios Osiris.  Los llamados Textos de las Pirámides lo explican: porque esas tres estrellas eran lo que llamaban el Duat, la “puerta celeste” a la que debía dirigirse el alma del faraón muerto antes de entrar al más allá. Ellos creyeron que imitando esa “puerta” en el suelo podían preparar mejor su viaje al Más Allá. Si tomamos las primeras grandes catedrales góticas -Amiens, Chartres, Reims, Bayeaux y Evreux- y las situamos sobre un mapa de Francia, veremos que la figura resultante recuerda la forma de la constelación de Virgo. Quizá eso explique porque todos estos templos se consagraron a la Virgen, pero desde luego parece tener que ver con una idea del templo sagrado que nos remite a época de las pirámides.
Ciertos grupos musulmanes, como los yezidís, construyeron en Irak templos imitando la forma de la Osa Mayor. En Angkor Wat, Camboya, el conjunto de templos del lugar parece que pretendió imitar la constelación del dragón. Es decir, fue una idea que se extendió por África, Asia y Europa pero que nadie hasta hoy parece haber “visto“. Ha sido necesario que arqueólogos y astrónomos amateurs se dieran cuenta de esas similitudes para que otros comenzaran a estudiarlas. La antigua religión egipcia y el cristianismo no tienen tantas divergencias como parece. Ya San Agustín decía que los egipcios eran el pueblo que más fe tenía en la resurrección de la carne, como lo demuestran sus momias. Hasta ambos credos tienen sus propias cruces como símbolo de vida o renacimiento. Por no hablar de que el propio dios Osiris volvió a la vida tres días después de ser sacrificado por culpa de alguien de confianza. En Tierra Santa los templarios no sólo encuentran al infiel contra el que combatir, sino un marco adecuado para entrar en contacto con las doctrinas y fi­losofías propias de las civiliza­ciones de Asia Menor y Oriente. Así ocurre, en efecto, a decir de muchos autores, que suponen a los caballeros del Temple un conocimiento y una hermandad deliberada con sufíes y más tar­de cabalistas e incluso ashashins. Esta teoría, que se basa en un sincretismo entre las religio­nes monoteístas fundamenta­les y sus respectivas tradiciones esotéricas —en las que coincide el fondo—, hace sospechar a muchos, que los acusan de haberse contaminado, de seguir conduc­tas permisivas con la religión de los infieles, precisamente con todo lo que están llamados a erradicar. Estas sospechas to­marán cuerpo de nuevo y con más fuerza durante el proceso de 1307, aunque, al decir de al­gunos, son infundadas, pues los templarios demuestran ser, a lo largo de su historia, mayoritariamente un «grupo de fanáticos» incapaces de comprender determinados problemas teológicos en cuestiones de matiz espiritual.
Se bastan a sí mismos con la re­gla, en francés, pues muchos ni siquiera conocen el latín, cosa propia de la gente de armas del Medioevo y de la baja nobleza, que despreciaba la cultura y ve­neraba la espada, con el culto a Nuestra Señora, de la que tan devota es la orden por influencia benedictina y con sus misas pri­vadas. Lo que muchos historiadores no contemplan cuando se refie­ren a los templarios es que, de haber existido secreto alguno, una regla secreta y una orden detrás de la orden, estos mis­terios no habrían obrado en co­nocimiento de muchos, sino de unos pocos: los iniciados. Se habla de cere­monias iniciáticas, de extrañas conductas. ¿Acaso no hay escalafones en todas las órdenes se­cretas? ¿No hay jerarquías en las cofradías francmasónicas y en las órdenes militares, en las compañías religiosas? La Orden puede perfectamente ocultar lo que deseen sus altos cargos, por­que es poderosa y se relaciona directamente con los poderosos de la Tierra. ¿Conocía el caballero, por más que asistiera éste de vez en cuando a ceremonias, los profundos motivos de la Orden para apoyar ora al emperador, ora al papa? ¿Sostienen a los cataros —como creen muchos— duran­te la cruzada de exterminio, mientras fingen fidelidad a la Iglesia?  Supongamos un núcleo de ele­gidos, pertenecientes a deter­minados grados de iniciación, como ocurre en ciertas logias, ¿podría este reducto haber es­tado en contacto profundo con los cabalistas, con los teóricos sufíes y con los ashashins,  tanto como para que sus respectivos presupuestos filosóficos se plasmasen en las prácticas de la Orden? Para algunos estudiosos es perfectamente plausible, puesto que, en definitiva, los místicos cristianos, sufíes (musulmanes) y judíos (cabalistas) beben de las mismas fuentes y, además, existe una cultura soterrada compartida por «las gentes del Libro» (la Biblia), comunidades encargadas de conservar, trans­mitir y velar por la pureza de esos conocimientos, como pue­den ser los ashashins, los esenios y, en este caso, los templarios, que se erigen en conti­nuadores de esa tradición. Los famosos versos del poeta sufí Ibn Arabi (1164-1240) resuelven mediante la compasión y la be­lleza los antagonismos entre las tres religiones: «Mi corazón lo contiene todo: / una pradera donde pastan las gacelas, / un convento de monjes cristianos, un templo para ídolos, / la Kaaba del peregrino, los rollos de la Torah / y el libro del Corán (…)».
Salomón es un personaje, descrito en la Biblia como el tercer y último rey del Israel unificado (incluyendo el reino de Judá). Es célebre por su sabiduría, riqueza y poder, pues La Biblia’ ‘lo considera el hombre más sabio que existió en la Tierra. Logró reinar cuarenta años y su reinado quedaría situado entre los años 970 a.C. y el 930 a.C. aproximadamente. Construyó el Templo de Jerusalén, y se le atribuye la autoría del Libro de Eclesiastés, libro de los Proverbios y Cantar de los Cantares, todos estos libros recogidos en la Biblia. Es el protagonista de muchas leyendas posteriores, como que fue uno de los maestros de la Cábala. En el Tanaj (libro hebreo, a una versión del cual los cristianos llaman Antiguo Testamento) también se le llama Jedidías. En la Biblia se dice del rey Salomón que heredó un considerable imperio conquistado por su padre el rey David, que se extendía desde el Valle Torrencial, en la frontera con Egipto, hasta el río Éufrates, en Mesopotamia.Tenía una gran riqueza y sabiduría y administró su reino a través de un sistema de 12 distritos. Poseyó un gran harén, el cual incluía a «la hija del faraón». Honró a otros dioses en su vejez y consagró su reinado a grandes proyectos de construcción. La Biblia dice del rey Salomón que era «el más sabio de los hombres», que podía pronunciar un discurso sobre la biodiversidad de todas las plantas, «desde los cedros del Líbano hasta el hisopo que crece en los muros, y animales, y pájaros, y cosas que se arrastran, y peces».
Según el Éxodo,  Dios ordenó a Moisés que construyera un Arca. Las instrucciones que Moisés recibió, y que no debieron ser únicamente orales, por cuanto dice: “Mira bien y hazlo fabricar según el diseño que se te ha propuesto en el monte”. El Zohar, obra principal de la Cabala, dedica al Arca de la Alianza casi cincuenta páginas, y ha consignado hasta los más mínimos detalles que pasaron inadvertidos a los ojos de otros narradores. A primera vista podrá sorprender que el Zohar hable del Arca de la Alianza bajo el epígrafe de «El Antepasado de los Días». Pero es evidente que la descripción cuadra con el Arca. En el Zohar, los términos con que fue pasado el encargo del Arca coinciden con el testimonio de Moisés. Éste recibe de Yahveh, el Dios de Israel, instrucciones para la construcción de una caja según especificaciones exactamente detalladas, y con destino al «Antepasado de los Días». El recipiente debía acompañarle con el misterioso «Antepasado» en la travesía del desierto. Lo que sabemos es que el Arca existió. Sobre su tamaño hay diferentes versiones. Y lo que más se discute es su finalidad.  Una de las primeras cosas que hizo el Rey David fue trasladar el Arca de la Alianza desde su última ubicación temporal hasta la capital, como preparativo para su emplazamiento en una Casa de Yahveh adecuada, que David planeaba erigir. Pero ese honor, según le dijo el profeta Natán, no sería suyo a cuenta de la sangre derramada por sus manos en las guerras y en sus conflictos personales. El honor, se le dijo, sería para su hijo Salomón. Todo lo que se le permitió hacer mientras tanto fue erigir un altar. El lugar exacto de ese altar se lo mostró a David un «Ángel de Yahveh, de pie entre el Cielo y la Tierra», que señalaba el lugar con una espada desnuda. También se le mostró un Tavnit, un modelo a escala del futuro templo, y se le dieron detalladas instrucciones arquitectónicas, que, llegado el momento, David le transmitió a Salomón en una ceremonia pública, diciendo: “Todo esto, escrito por Su mano, me hizo comprender Yahveh, de todas las obras del Tavnit, se puede juzgar hasta dónde llegaban los detalles de las especificaciones para el templo y sus diversas secciones, así como los utensilios del ritual”.
En el cuarto año de su reinado (480 años después del comienzo del Éxodo, dice la Biblia), Salomón comenzó la construcción del Templo, «sobre el Monte Moriah, como se le había mostrado a su padre, David». Mientras se traían maderas de los cedros del Líbano, se importaba el oro más puro de Ofir y se extraía y se fundía el cobre para los lavabos, había que erigir la estructura con «piedras talladas y cinceladas, grandes y costosas piedras». Los sillares de piedra tuvieron que prepararse y tallarse, según el tamaño y la forma deseados, en otro lugar, ya que la construcción estaba sujeta a una estricta prohibición contra el uso de cualquier herramienta de hierro en el Templo. Así, los bloques de piedra tuvieron que ser transportados y ubicados en el lugar sólo para su montaje. «Y la Casa, cuando estaba en construcción, se hizo de piedra, lista ya antes de ser llevada hasta allí; de modo que no hubo martillo ni sierra, ni ninguna herramienta de hierro en la Casa mientras se estuvo construyendo» (Reyes). Llevó siete años finalizar la construcción del Templo y equiparlo con todos los utensilios del ritual. Después, en la siguiente celebración del Año Nuevo («en el séptimo mes»), el rey, los sacerdotes y todo el pueblo presenciaron el traslado del Arca de la Alianza hasta su lugar permanente, en el Santo de los Santos del Templo. «No había nada en el Arca, salvo las dos tablillas de piedra que Moisés había puesto en su interior» en el Monte Sinaí. En cuanto el Arca estuvo en su lugar, bajo los querubines alados, «una nube llenó la Casa de Yahveh», obligando a los sacerdotes a salir apresuradamente. Después, Salomón, de pie ante el altar que había en el patio, oró a Dios «que mora en el cielo» para que viniera y residiera en esta Casa. Fue más tarde, por la noche, cuando Yahveh se le apareció a Salomón en un sueño y le prometió una presencia divina: «Mis ojos y mi corazón estarán en ella para siempre».
El Templo se dividió en tres partes, a las cuales se entraba mediante un gran pórtico flanqueado por dos pilares especialmente diseñados. La parte frontal recibió el nombre de Ulam («Vestíbulo»); la parte más grande, la del medio, era el Ekhal, término hebreo que proviene del Sumerio E.GAL («Gran Morada»). Separada de ésta mediante una pantalla, estaba la parte más profunda, el Santo de los Santos. Se le llamó Dvir, literalmente: El Orador, pues guardaba el Arca de la Alianza con los dos querubines sobre ella de entre los cuales Dios le hablaba a Moisés durante el Éxodo. El gran altar y los lavabos estaban en el patio, no dentro del Templo. Los datos y las referencias bíblicas, las tradiciones antiguas y las evidencias arqueológicas no dejan lugar a dudas de que el Templo que construyó Salomón (el Primer Templo) se levantaba sobre la gran plataforma de piedra que todavía corona el Monte Moriah (también conocido como el Monte Santo, Monte del Señor o Monte del Templo).  Dadas las dimensiones del Templo y el tamaño de la plataforma, existe un acuerdo general sobre dónde se levantaba el Templo, y sobre el hecho de que el Arca de la Alianza, dentro del Santo de los Santos, estaba emplazada sobre un afloramiento rocoso, una Roca Sagrada que, según firmes tradiciones, era la roca sobre la que Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac. En las escrituras judías, la roca recibió el nombre de Even Sheti’yah, «Piedra de Fundación», pues fue a partir de esa piedra que «todo el mundo se tejió». El profeta Ezequiel la identificó como el Ombligo de la Tierra. Esta tradición estaba tan arraigada, que los artistas cristianos de la Edad Media representaron el lugar como el Ombligo de la Tierra y siguieron haciéndolo así aún después del descubrimiento de América.

El Templo que construyera Salomón (el Primer Templo) lo destruyó el rey babilonio Nabucodonosor en 576 a.C, y lo reconstruyeron los exiliados judíos a su regreso de Babilonia 70 años después. A este respecto vale la pena resaltar que la tradición interna de la Orden Masónica afirma que Jacobo de Molay, el último maestre de los Templarios, hizo crear poco antes de ser quemado en la hoguera cuatro grandes logias masónicas. Estos mismos rituales  remontan a Salomón, el monarca israelita, los orígenes del Arte que ellos practican, pero afirman que este llegó a occidente a través de los Caballeros del Templo de Salomón. Es decir, defienden que la masonería se había configurado en Tierra Santa por obra de las órdenes militares, especialmente la del Temple, y que fueron estas fraternidades de constructores llegadas a occidente las que habrían originado la francmasonería moderna.  El profeta Samuel, que también fue juez y que, como tal, debía ser un buen observador, escribió: “Ahora, pues, manos a la obra: haced un carro nuevo, y uncid al carro dos vacas recién paridas, que no hayan traído yugo… Tomaréis después el Arca del Señor y la pondréis en el carro; colocando a su lado en un cofrecillo las figuras de oro que le consagrasteis por el pecado”. Y Samuel incluso nos habla de otro carro utilizado para el transporte: Y pusieron el Arca de Dios en un carro nuevo, sacándola de la casa de Abinadab, que habitaba en una colina; siendo Oza y Ahio, hijos de Abinadab, los que iban guiando el carro nuevo… Y a cada seis pasos que andaban los que llevaban el Arca del Señor…». Pese al empleo de uno o varios carros y la tracción a cargo de dos vacas fuertes, el peso muerto no debió ser superior en ningún caso a unos trescientos kilos, aproximadamente, pues a veces el Arca es transportada y trasladada por los levitas, sacerdotes a cargo de los santuarios de Yavé: “Y a cada seis pasos que andaban los que llevaban el Arca del Señor, inmolaban un buey y un carnero”.
Pero, ¿qué era lo que transportaron a través del desierto los judíos, entre grandes trabajos y durante cuarenta años, ni más ni menos? Si tantas molestias les causaba, ¿por qué no podían desprenderse de ese objeto?  Lazarus Bendavid (1762-1832), filósofo y matemático de Berlín, que dirigió la Academia libre judía, fue un «judío ilustrado y conocido filósofo», el cual consiguió demostrar que «el Arca de la Alianza de los tiempos mosaicos debió contener un grupo bastante completo de instrumentos eléctricos, cuyas influencias se hacían sentir en el exterior». Lazarus Bendavid no sólo fue un hombre sabio, sino que además se adelantó con mucho a su época. Sabía que el acceso al Arca de la Alianza estaba rigurosamente limitado a un círculo muy restringido de personas, y que ni siquiera los Sumos Sacerdotes podían acercarse al Arca todos los días, sin peligro de sufrir un terrible accidente. Dice Bendavid: «La visita al Santo de los Santos, según testimonio de los talmudistas, iba siempre unida a un peligro mortal; los Sumos Sacerdotes se le acercaban siempre con cierto temor, y se juzgaban afortunados si conseguían alejarse de nuevo sin que les hubiese acaecido nada malo». Después de una guerra contra los israelitas, a los que vencieron, los filisteos, tribu hebrea de procedencia occidental, confiscaron el Arca del Señor. Habían observado que los israelitas concedían mucha importancia al misterioso artefacto y esperaban sacar beneficio de su posesión. Pero los filisteos no supieron qué hacer con él. En todo caso, tardaron poco en darse cuenta de que todas las personas que se acercaban al Arca enfermaban o morían. Entonces empezaron a trasladar su botín de un lugar a otro, pero en todas partes ocurrió lo mismo: los curiosos que se aproximaban demasiado enfermaban con tumores y caída del cabello. Muchos padecían grandes vómitos, y algunos murieron de una muerte horrible.

Los filisteos fueron un pueblo de la Antigüedad, del cual existen testimonios en diferentes fuentes textuales (asirias, hebreas, egipcias) o arqueológicas. Ellos se mencionan en la genealogía de las naciones, donde juntamente con Caftorín, fueron descendientes de Mesraín. Se hacen conjeturas que con bastante probabilidad habían venido de Creta, algunas veces identificada con Caftor y que no dejaban de ser gente más bien “pirata“. Los filisteos aparecen en fuentes egipcias donde son presentados como los enemigos de Egipto venidos del norte, mezclados con otras poblaciones hostiles conocidas colectivamente por los antiguos egipcios bajo el nombre de Pueblos del Mar. Tras su enfrentamiento con los egipcios, los filisteos se establecieron en la costa suroeste de Canaán, es decir, en la región central de la actual Franja de Gaza. En contextos posteriores, este territorio sería denominado Filistea en época romana, antes denominado Judea Samaria. Sus ciudades dominaron la región hasta la conquista asiria de Tiglatpileser III en el año 732 a. C.. Seguidamente, fueron sometidos a los imperios regionales y parecen haber sido asimilados progresivamente. Las últimas menciones a los filisteos datan del siglo II a. C., en la Biblia.Y según dijo el profeta Samuel: “Por lo cual hicieron que se juntasen todos los sátrapas de los filisteos, los cuales dijeron: Devolved el Arca del Dios de Israel, y restitúyase a su lugar; a fin de que no acabe con nosotros y con nuestro pueblo. Porque se difundía por todas las ciudades el terror de la muerte; y la mano de Dios descargaba terriblemente sobre ellas, pues aun los que no morían, estaban llagados en las partes más secretas de las nalgas; y los alaridos de cada ciudad subían hasta el cielo: Los filisteos estuvieron en poder del maldito objeto durante siete meses, al cabo de los cuales ya no pensaban sino en desprenderse de él. Cargaron la caja sobre un carro, le uncieron dos vacas y las arrearon a latigazos, entre mugidos, hasta el límite de Betsamés. Por la mañana, cuando los betsamitas salieron al valle para segar el trigo, repararon en el carro con el Arca. Inmediatamente sacrificaron las vacas y llamaron a los sacerdotes levitas, como únicos que sabían manejar el Arca. Lo horrible es que aún murieron setenta jóvenes, por desconocer la peligrosidad del Arca; ingenuos como niños, se habían aproximado demasiado al peligroso cargamento, y «el Señor los hirió con grande mortandad»”.
 
En 1978 aparece en Londres el libro “La máquina del maná, una obra escrita en colaboración por el naturalista George Sassoon y el ingeniero Rodney Dale. Los investigadores británicos se atuvieron a la descripción, más detallada, del Zohar, interpretándola y reconstruyéndola a la luz del saber técnico y biológico de nuestros días. Pretendieron demostrar que el Arca de la Alianza era un artefacto técnico —tal como sospechó Bendavid—, acarreado por los israelitas durante su viaje a través del desierto para que no les fallara la provisión de un alimento rico en proteínas: el maná. Parece ser que el Arca de la Alianza no era el Santo de los Santos, sino sólo el embalaje de una máquina que producía alimento. Sólo podían acercarse a la misma los «elegidos», es decir, aquellos que fuesen conocedores de su manejo. Las personas no iniciadas sufrieron lesiones, enfermaron o murieron porque la máquina irradiaba fuerte radiactividad. El maná, según el libro del Éxodo, era el alimento enviado por Dios todos los días durante la estadía del pueblo de Israel en el desierto. Todos los días, menos el sábado, por lo cual debían recolectar doble ración el viernes. También se encuentran referencias en midrashes judíos que el maná tenían el sabor y la apariencia de aquello que uno más deseaba. En el Arca de la Alianza se conservaba una muestra. El maná también se menciona brevemente en el Corán, en las azoras al-Baqara, al-Araf, y Ta-ha, mencionando la fuente divina del maná como uno de los milagros con los cuales Dios favoreció a los israelitas. En el libro del Éxodo se le describe apareciendo cada mañana después de que el rocío hubiera desaparecido, y debía ser recogido antes de que el calor del sol lo derritiera. Según Números llegaba con el rocío, por la noche. Según la descripción bíblica, el maná se parecía a las semillas de coriandro, era de color blanco, y tras molerlo y hornearlo se parecía a las obleas con miel aunque en Números se describe del mismo color que la mirra india, y añade que algunas de las tortas sabían a tortas aceitadas.
 
Los exégetas creen que estas diferencias se deben que el Éxodo es un texto yavista mientras el de Números es de fuente sacerdotal. El Talmud babilónico explica que las diferencias en la descripción se debían a que su gusto variaba según quien lo tomaba, miel para los niños, aceitunas para los jóvenes, pan para los mayores. La literatura rabínica clásica soluciona la cuestión de si el maná caía antes o después del rocío, explicando que lo hacía entre dos capas de humedad. Por motivos desconocidos para nosotros, los “dioses”, probablemente seres extraterrestres, tuvieron interés en aislar a un determinado grupo humano respecto de su ambiente habitual, y mantenerlo durante más de dos generaciones apartado de todo contacto con el resto de la humanidad. A través de su mediador, un profeta, ordenaron la segregación del grupo elegido, alejándolo de la civilización. Moisés —aunque también pudo ser otro el elegido— condujo a los israelitas a través del desierto. Al principio estos “dioses” mantuvieron a raya a los enemigos del pueblo errante: Según el Éxodo, “las aguas vueltas a su curso sumergieron los carros y la caballería de todo el ejército del Faraón que había entrado en el mar en seguimiento de Israel: ni uno tan siquiera pudo salvarse”. Se argumenta, por ejemplo, que los israelitas habrían aprovechado el reflujo para vadear un estrecho cubierto de plantas acuáticas, mientras que los egipcios, al seguirles, habrían sido sorprendidos por el flujo o crecida de las aguas. Por muchas cualidades privilegiadas que atribuyamos al pueblo elegido, no podemos negarles a los egipcios, los primeros que calcularon la duración del año en 365 días, y precisamente gracias a la observación de las crecidas del Nilo, un conocimiento sobre los períodos de la bajamar y la pleamar por lo menos tan completo como el de los israelitas.
No parece que los egipcios corrieran a ciegas a su perdición. Fueron desorientados a propósito por unos misteriosos «ángeles»… y mediante una columna de fuego. Según el Éxodo:En esto, alzándose el ángel de Dios que iba delante del ejército de los israelitas, se colocó detrás de ellos, y con él juntamente la columna de nube, la cual, dejada la delantera, se situó a la espalda, entre el campo de los egipcios y el de Israel; y la nube era tenebrosa (por la parte que miraba a aquéllos) al paso que (para Israel) hacía clara la noche, de tal manera que no pudieron acercarse los unos a los otros durante todo el tiempo de la noche”. Esa nube no sería un meteoro casual, ya que Moisés manifiesta expresamente que la «columna de nube y fuego» era una señal de guía para los israelitas: “E iba el Señor delante para mostrarles el camino, de día en una columna de nube y por la noche en una columna de fuego, sirviéndoles de guía en el viaje, día y noche”. Nunca faltó la columna de nube durante el día, ni la columna de fuego por la noche delante del pueblo. Los fenómenos meteorológicos casuales son esencialmente transitorios; podrán presentarse durante minutos, o durante horas si se quiere, pero no a lo largo de meses y años. Tal explicación no resiste el más somero examen. Fue una aventura tremenda la de conducir a miles de seres humanos, mujeres, niños, ancianos, hombres y jóvenes por una región donde no hay frutos silvestres ni caza de que alimentarse. Los problemas de abastecimiento han hecho fracasar incluso a ejércitos modernos.  Los naturalistas británicos George Sassoon y Rodney Dale reconstruyeron el ‘Antepasado de los Días» con arreglo a las descripciones del Zohar. Según su opinión, se trataba de una máquina capaz de producir un alimento albuminoide, el maná, por síntesis partiendo de algas irradiadas.En los desiertos cálidos, con su ambiente poco propicio al desarrollo de la vida, las temperaturas varían entre 58 grados centígrados y -10 grados centígrados. La precipitación media anual apenas llega a los diez centímetros. Allí la naturaleza no produce nada susceptible de aliviar el hambre de un grupo numeroso de gente. Y sin embargo, Moisés no tuvo reparos en lanzar a su pueblo a través del interminable desierto abrasado bajo el sol.
Parece que los “dioses” extraterrestres proveyeron de alimentos a los israelitas y Moisés lo sabía de antemano. Pues «el Señor» que se le había aparecido en medio de una «zarza ardiente» le facilitó una máquina maravillosa que iba a librarle del problema para todos los años que durase la migración. Según George Sassoon y Rodney Dale, durante la noche almacenaba el agua recogida del rocío y la mezclaba con algas microscópicas del tipo Chlorella para producir cantidades ilimitadas de alimento. La síntesis de materia alimenticia a partir del agua y de las algas verdes se operaba por irradiación. Pero la irradiación supone que hay una fuente de energía. ¿De dónde sacarla en medio del desierto? Según las investigaciones actuales seguramente fue un reactor nuclear en miniatura. El aparato mostrado por «el Señor» a Moisés en la montaña sagrada parece que no podía permanecer expuesto al aire libre. Quizá le perjudicasen las tempestades de arena del desierto, o las elevadas temperaturas del mediodía. También es posible que no conviniera permitir que el pueblo del éxodo viese la extraña fábrica de donde salía su alimento. Sea como fuere, el caso es que construyeron para la misma un Arca, es decir un recipiente seguro, realizado sobre prototipo y con arreglo a especificaciones definidas. Por consiguiente, el Arca no era la máquina del maná, sino sólo el contenedor que servía para guardarla y transportarla.  Durante los descansos prolongados, la máquina se guardaba en una tienda. Dada la peligrosidad de la radiación, la misma no se alzaba nunca en medio del campamento: Moisés, también recogiendo el Tabernáculo, lo puso lejos, fuera del campamento, y lo llamó Tabernáculo de la Alianza. Uno de los conceptos más fundamentales que se desarrollan en toda la Escritura lo constituye el hecho de que Dios está preparando habitación para residir en medio del hombre: Dios viene. Las religiones en general se centran en ir a Dios. No obstante, la verdad bíblica nos asegura que Dios es el que viene a nosotros, es decir, a este mundo. El diseño del tabernáculo nos permite ver aspectos muy importantes de Su venida.
El Tabernáculo y sus detalles fueron revelados a Moisés en el Monte Sinaí (Éxodo). Pareciera que lo que Dios mostró a Moisés fue una visión del trono de Dios y de la “Nueva Jerusalén” para que Moisés hiciera un registro minucioso de lo observado. Este registro sirvió posteriormente para definir las especificaciones mismas del tabernáculo. El mensaje más importante arrojado en el estudio del tabernáculo es que nos habla del Camino hacia Dios. El tabernáculo o tienda de reunión se situaba en medio de las tribus de Israel. Tres tribus por lado acampaban alrededor del tabernáculo. Una pared hecha de cortinas separaba el tabernáculo del pueblo mismo. Dentro del área se encontraba el altar de bronce, el lavatorio y el “Mikdash“. El “Mikdash” se componía de dos recintos: el recinto más interno denominado Lugar Santísimo, y  el externo llamado Lugar Santo. La presencia de Dios descansaba en el Lugar Santísimo o Kadosh HaKadoshin. Al Lugar Santísimo solo se podía llegar a través de la cámara externa o Lugar Santo. Para acceder al Mikdash debía primero pasarse por el altar de bronce y el lavatorio.  Según Sassoon y Dale, siguiendo las orientaciones del Zohar, el «Antepasado de los Días» funcionaba durante seis días seguidos en turno matutino, produciendo maná sin problemas de ninguna clase. El séptimo día aparentemente se destinaba al mantenimiento de la máquina. Estos trabajos de mantenimiento corrían a cargo de los levitas, instruidos por Aarón, el hermano de Moisés. Aarón había acompañado a Moisés en el Monte, y sin duda recibió instrucciones: “Mas el Señor le dijo: Anda, baja; después subirás tú y Aarón contigo; pero los sacerdotes y el pueblo no traspasen los límites ni suban hacia donde está el Señor, no sea que les quite la vida”. Parece que los acompañantes extraterrestres del pueblo israelita se propusieron separar de su medio a este grupo humano.
Cuando su vehículo espacial hubo aterrizado en la montaña, su comandante ordenó expresamente a Moisés que construyera una cerca alrededor del punto de aterrizaje, a fin de que nadie pudiese acercarse: “Baja e intímale al pueblo que no se arriesgue a traspasar los límites para ver al Señor, por cuyo motivo vengan a perecer muchísimos de ellos...”. Dijo entonces Moisés al Señor: “No se atreverá el pueblo a subir al monte Sinaí, puesto que tú me has intimado y mandado expresamente: Señala límites alrededor del monte y santifícale”. El pequeño grupo de “dioses o ángeles” extraterrestres hizo demostración de superioridad mediante trucos técnicos: la columna dirigible de fuego, el exterminio del ejército egipcio. Las toberas de la nave espacial expelían gases ardientes y producían un estruendo ensordecedor: Todo el monte Sinaí estaba humeando, por haber descendido a él el Señor entre llamas; subía el humo de él como de un horno, y todo el monte causaba espanto. De la nave espacial fue descargada una máquina productora de alimento, y entregada a Moisés y Aarón. Durante los transportes, la máquina era guardada en un recipiente, el Arca de la Alianza. Se cargaba en una carreta de bueyes, pero no debía pesar más de trescientos kilogramos, pues se citan algunos casos en que fue trasladado por hombres con ayuda de pértigas. Las personas que, por descuido,  permanecían demasiado cerca del aparato, enfermaban, padecían vómitos y les salían llagas, escamas y eczemas. Nadie sabía lo que se transportaba en el Arca. Al pueblo sólo se le dijo que los alimentaba «el Señor». El Tabernáculo donde estaba el Arca servía para celar un secreto. Los levitas, después de recibir formación especial, atendían al servicio de la máquina revestidos con ropas apropiadas. Pero tampoco ellos conocían los principios en virtud de los cuales funcionaba. Tenían miedo de ella, y con buen motivo, pues en algunos de los accidentes también murieron sacerdotes.
La sociedad hebrea de la época de Jesucristo se dividía en cua­tro castas o grupos sociales: saduceos, del que se reclutaban los sacerdotes, de carácter conser­vador; fariseos, interesados en la separación de los contenidos re­ligiosos de la vida social y polí­tica; zelotes, interesados en la independencia del pueblo judío del yugo romano, y esenios, el grupo más radical y espiritual, que preconizaba el contacto con la naturaleza, el vegetarianismo, la imposición de manos terapéu­tica y otras prácticas acordes con las religiones sincréticas heterodoxas tradicionales. “Los templarios, se dice en el proceso de 1307, se han conta­minado de esas creencias y supersticiones de Oriente, han caído en el error que combatían, han caído en la herejía, han abo­minado de Nuestro Señor. Y por tanto son culpables”. Su misión era luchar contra los infieles. Tanto para los musulmanes como para los cristianos, el tér­mino «infiel» (latín infidelis)se aplicaba en la Edad Media a aquellos que no creían en el is­lam o en el cristianismo respectivamente. En principio, el con­cepto no presupone traición a la fe, sino rechazo por desconoci­miento de la misma. En los te­rritorios sometidos por guerras de religión, los «infieles» eran obligados a abjurar de su fe y a abrazar la «verdadera», o sea, la impuesta por la fuerza de las ar­mas. Los ejércitos de ocupación cruzados, durante la toma de Jerusalén (1099), hicieron tal car­nicería entre los infieles que «marchaban con la sangre hasta los tobillos». Por su parte, los sarracenos no perdonaban las vidas de los soldados cristianos, sobre todo templarios, quienes ya sabían la suerte que correrían si eran capturados, excepto si abjuraban de la fe (lo que a veces ocurría). La muerte que les es­taba reservada era el degollamiento ritual.
 
Esto cuando no eran asalta­dos por un grupo de temibles guerreros musulmanes, los templarios del islam, pues ya desde 1090 (y hasta 1257) exis­tía en los países musulmanes de Oriente Medio un cuerpo espe­cial de monjes-soldados similar a lo que después serían los tem­plarios y con presupuestos reli­giosos coincidentes en un esoterismo sincrético. Se denomi­naban ashashins, término que procede de la palabra «haschís», sustancia que al parecer con­sumían los adeptos con el fin de acceder a ciertos estados de con­ciencia antes de la lucha y que en las lenguas romances dio el actual nombre de «asesinos». Su fiereza en el combate era proverbial y su valentía extraordinaria, pues su orden les prohibía abandonar el mismo aun enfrentados al enemigo en proporción de uno contra siete. Habitaban en unas fortalezas denominadas ribbats que, según se afirma, fueron el origen de los castillos templarios. Aunque lo cierto es que, en la mayoría de las ocasiones, el Temple se li­mitaba a conquistar las ciudadelas que jalonaban las fronte­ras con el mundo musulmán, tanto en Tierra Santa como en España, señalizadas en los mapas con la leyenda hic incipit leonis, lo que sólo era cier­to en Asia Menor y en África, con lo que ocupaba sus castillos fuertes, que eran poderosas edificacio­nes fortificadas, inteligentemente construidas, en las que se inspiraron a veces los arquitectos cristianos. El Temple, por su parte, poseía sus castillos y for­talezas, algunos de ellos prácti­camente inexpugnables, tales como Beau­fort (Líbano), Safed, Tortosa o Cháteau-Pélerin. Y la Orden del Hospital también tenía castillos, como  el Crac de los Caba­lleros. La orden de los ashashins tenía un «gran maestre», el de­nominado «Viejo de la Monta­ña», que los dirigía desde un lu­gar secreto y que, al igual que el mayor jerarca del Temple, estaba en contacto con los monar­cas de Oriente y, según se dice, con los de Occidente (a través del Temple).

Este juego político que se vieron obligados a re­presentar los templarios —por lo menos los que participaron en los secretos de Estado y en el funcionamiento interno de la orden— fue en parte causan­te de su caída. Todavía no eran tiempos para un orden sinárquico universal, para el sincre­tismo de las religiones; ni  para el ecumenismo en los albores del siglo XIV, aunque ya despuntase el Renacimiento. Jacques de Mahieu, un escritor francés especializado en la historia de los primeros pobladores de América, sostiene que la Orden del Temple trazó una ruta de navegación secreta entre Europa y el Nuevo Mundo para explotar las minas de plata del Yucatán y aún incluso de Perú y Bolivia. Mahieu trata así de develar el misterio de las enormes riquezas de las que parecía disfrutar la Orden, y aporta como pruebas algunos paralelismos iconográficos sorprendentes. Por ejemplo, ídolos de culturas precolombinas con cruces paté grabadas en el pecho, o incluso monolitos de piedra como “El Monje“, hallado en las ruinas altiplánicas de Tiahuanaco, que Mahieu cree que es idéntica, aparte del estilo, a uno de los apóstoles que luce la portada gótica de Amiens. Ambos sostienen un libro con idéntico cierre y hasta el rostro presenta las mismas proporciones. Pero, ¿son válidas esas apreciaciones para decir que los templarios llegaron a América? Javier Sierra dedicó siete años a la documentación de otro caso histórico ciertamente singular. Se trata de los extraños episodios que rodearon la evangelización de Nuevo México, Arizona y Texas a manos de los franciscanos a principios del siglo XVII. Contrariamente a lo que sucedió en otros rincones de América, los españoles no sólo no encontraron resistencia alguna al bautismo por parte de los indígenas, sino que en muchos poblados éstos salían al paso de las caravanas de religiosos para pedirles con gestos la conversión.

Al parecer una misteriosa “dama azul” se había aparecido meses antes en aquellas regiones, anunciándoles el desembarco de los europeos. Tras descartar que fuera una aparición de la Virgen de Guadalupe -que se manifestó en México menos de un siglo antes-, los franciscanos llegaron a la conclusión de que aquella “dama” era una monja de clausura soriana que, sin salir jamás de su convento a 11.000 kilómetros de allí, se había bilocado hasta Nuevo México para cumplir su misión evangelizadora. Sierra recogió estos datos en una novela que tituló La dama azul. Y Javier Sierra se plantea una serie de preguntas:  ¿Por qué los templarios tuvieron como puerto principal de su flota La Rochelle, en la costa atlántica francesa, cuando en el siglo XIII el mar comercial por excelencia era el Mediterráneo?; ¿Por qué los templarios, a diferencia del resto de órdenes de caballeros de la época, mantuvieron tratos intensos con los árabes?;  ¿Por qué las principales catedrales góticas en las que se cree que intervinieron los templarios tienen como elemento iconográfico dominante el Arca de la Alianza, que pertenece al Antiguo Testamento, y no muestran ni una sola escena con Cristo crucificado?; ¿Por qué el rey Felipe el Hermoso de Francia decide en 1307 acusar de herejía a la Orden del Temple y logra desmantelarla en un periodo de tiempo tan corto? En el siglo XII, hacia el año 1128, fecha en que se aprobó la crea­ción de la Orden del Temple en el concilio de Troyes, la cuenca mediterránea se hallaba cada vez más sometida a la influencia del islam, que llegó en un avance incontenible hasta Occidente de mano de los diversos pueblos y naciones árabes que acabaron instalándose en las fértiles ori­llas de un mar al que los ro­manos llamaron Mare Nostrum.
 
El sur de la península Ibérica pertenecía a los príncipes omeyas de Córdoba y a otras fami­lias de origen damasceno o sim­plemente magrebí cuyos terri­torios degeneraron en los reinos de taifas. En esta época, los in­vasores almorávides y almoha­des se alzaron con el poder, al igual que en toda la costa norteamericana, y su influencia se ex­tendió por el centro del territo­rio peninsular hasta abarcar los reinos moros de Valencia y Za­ragoza, que lindaban peligrosamente con los territorios por­tugueses, castellano-leoneses y catalano-aragoneses. Y mientras que el sur de Francia ya se ha­llaba libre de los conquistadores musulmanes —pues éstos, en su avance, habían llegado hasta el Rosellón—, y lo mismo sucedía con la península Itálica, la ame­naza y el empuje del islam con­tinuaba siendo notable en el ar­chipiélago y la península hele­nos, sede del imperio bizantino de Constantinopla, en la penín­sula de Anatolia, donde triun­faba y se expandía cada vez más el imperio selyúcida de Bagdad, y en Egipto, donde reinaban fatimíes y ayubíes. Ya en el siglo XV, el cristia­nismo hispano-visigodo habría arrojado de la península Ibérica al último rey moro tras la toma de Granada (1492) y los Santos Lugares obrarían de nuevo en poder del sultán de Egipto. A mediados del siglo XVI el imperio otomano había tomado el relevo a la preponderancia árabe y do­minaba toda la cuenca mediterránea, a excepción de la zona correspondiente a Europa occi­dental. Y un nuevo peligro se cer­nía sobre la cristiandad: los ejér­citos del imperio turco llegarían hasta las puertas de Viena, para conmoción de Europa entera.

Pese a la conquista de los terri­torios palestinos en los que que­daban enclavados los Santos Lugares y la fundación del reino de Jerusalén, la seguridad de los pobladores cristianos era precaria, por lo que el rey Balduino realiza en 1115 un llamamiento a los cristianos de Oriente, pe­tición que Balduino II reiterará en 1120, esta vez dirigida a Oc­cidente. Más o menos en 1118, un caballero francés, Hugues de Payns (o Hugo de Payens) que, según algunos his­toriadores es catalán y su verdadero nombre es Hug de Pinós. Y aquí nos tenemos que preguntar, ¿fue un catalán el primer gran maestre de la Orden del Temple? Una leyenda cuyo origen se remonta al siglo XVII pone de manifiesto que un caballero de nombre Hug de Pinós se convirtió en el fundador de la misteriosa congregación de monjes guerreros que combatieron en Tierra Santa durante la Edad Media. De ser cierta esta hipótesis, recogida en forma de manuscrito encontrado en la Biblioteca Nacional de Madrid, desterraría el mito que nos ha legado la historia y que sitúa al francés Hughes de Payns (1070-1136) como primer gran maestre templario. El manuscrito es revelador, ya que dice: “Declaración de la inscripción griega de la cruz de la iglesia de San Esteban de Bagá, cabeza de la baronía de Pinós, quién particicipó de la armada que tomó Tierra Santa, año 1000”. Este manuscrito es obra del historiador catalán Esteban de Corbera y está dedicada al conde de Guimerá. La relación de este noble con las Cruzadas viene dada a través de su linaje familiar, originario de Bagá. Este pequeño municipio que se sitúa en las estribaciones del Pirineos, cerca de la frontera francesa, está rodeado de unos cuantos pueblos donde podemos encontrar iglesias de planta circular, vinculadas a la arquitectura de la orden, como La Pobla de Lillet y Santa María de Besora.  Dos de los miembros de la dinastía Pinós, los hermanos Hug y Galcerán, hijos del Almirante de Catalunya, viajaron a Tierra Santa durante la I Cruzada, donde participaron los templarios en la toma de Jerusalén, para acompañar a nobles de los condados de la Cerdaña y el Rosellón. De allí Hug se trajo, al parecer, una extraña y milagrosa cruz patriarcal bizantina. Dicha cruz, fabricada en madera repujada en plata, es única en Catalunya por su forma y se creía que guardaba en su interior un trozo del sagrado Lignum Crucis.
En la toma de Jerusalen (1099), los hermanos Pinós lucharon y entraron por la puerta llamada de San Esteban y, posteriormente, el hermano mayor, Hug, se unió a otros caballeros cruzados para fundar una cofradía dedicada en cuerpo y alma a la protección de los peregrinos, a la que el rey Balduino II concedió como sede unos edificios situados en las dependencias del antiguo Templo de Salomón, por lo que los cofrades pasaron a llamarse templarios, mientras su fundador, convertido en líder de la naciente orden, cambiaba su apellido por el del nombre de su pueblo originario, pasando a llamarse Hugo de Bagá, latinizado como Hugo de Baganis o Paganis, que los franceses rebautizarían como Hughes de Payons o de Payns. Él sería quien enviase a su propio hermano de vuelta a su tierra natal y con el encargo específico de, aparte de fundar la iglesia de San Esteban, comenzar el reclutamiento de caballeros para la orden que había fundado en Tierra Santa. Pero, en todo caso, su proceden­cia resulta de difícil determinación. Acude ante Balduino, rey de Jerusalén, y solicita, junto a otros ocho caballeros, al parecer franceses y fla­mencos, la aquiescencia real para defender a los peregrinos cristianos en su transitar por Tierra Santa. El rey accede, les concede privilegios y les entrega las edificaciones correspondien­tes al antiguo Templo de Salo­món para que vivan en él, de lo que resulta que los nueve ca­balleros habitan prácticamente en el sagrado recinto cuya cons­trucción y destrucción na­rra la Biblia. Nueve años más tarde, tras la previa incorporación a la or­den del conde de Champagne (1126), Hugues de Payns y algunos de los caballeros templarios par­ten hacia Francia, donde expondrán, en el concilio de Troyes (1128), la necesidad de la inci­piente Orden de obtener unos estatutos aprobados por la Iglesia; solicitar consejo a san Ber­nardo, abad de Claraval, sobre cuestiones preeminentemente de conciencia, estableciendo una diferencia  entre «guerra justa» y «guerra santa», y reclutar frai­les-soldados para Tierra Santa, pues cada vez son más necesa­rios. Así, pues, san Bernardo re­dacta los estatutos y participa directamente en la puesta en marcha de un proyecto al que, según parece, tampoco es ajena la Orden del Císter ni el abad de Citeaux, Esteban Harding.

El papa Honorio II (1124-1130) decide la aprobación de los estatutos de la orden y da su visto bueno al proyecto: la crea­ción de una orden que proteja a los peregrinos en Tierra Santa y haga practicables las rutas que los conducen hasta el Santo Se­pulcro. Quizá, y a decir de mu­chos, existen otros motivos so­terrados para la fundación de una orden religiosa y militar que, en teoría, va a realizar las mismas misiones y prestar idén­ticos servicios que la ya existen­te de los hospitalarios. Se trata, pues, de una misión aparente para defender pe­regrinos en el contexto de una Tierra Santa perennemente ame­nazada, durante los dos siglos de vigencia de la Orden, por con­flictos bélicos y políticos. La pro­pia Jerusalén cae varias veces en poder de los infieles y la ciudad se ve continuamente sometida a in­tercambios, negociaciones y tratados internacionales. Así pues, más allá de la pro­tección de los peregrinos, los templarios se van a encargar de la defensa de los intereses de la cristiandad en Oriente, intere­ses tanto políticos como económicos, pero siem­pre vinculados a la política hegemónica de la Santa Sede. Pues no en vano el Papa, de quien de­pende directamente la Orden y sus grandes maestres, es la máxima figura de la Iglesia, y a él deben obediencia no sólo las órdenes militares sino las principales jerarquías secu­lares. Y,  a la cabeza de todas ellas, el sacro emperador romano-germánico. Los templarios, como monjes-soldados, luchan al lado de la cristiandad y de los ejércitos procedentes de Europa occiden­tal; crean sus encomiendas,  eri­gen sus poderosas fortalezas; in­tervienen en la redacción de las leyes, en los pleitos dinásticos, en la economía europea, trayen­do y llevando, y prestando dinero, hasta edi­ficar un imperio fabuloso, impensable algunas décadas antes de su fundación, un auténtico Estado dentro del Estado, como cuerpo separado del reino de Francia primero y de la jerar­quía eclesiástica romana después.

Cuando la historia no aporta pruebas definitivas de los hechos, surge la leyenda y se crean diversas líneas de pensamiento. Entre ellas destacan las dos corrientes contrapuestas propias de toda situación dual irresoluta. Algunos historiado­res y estudiosos propugnan la teoría de que la orden templaría fue creada para la consecución de fines secretos, relacionados con el descubrimiento de gran­des verdades esotérico-místicas que los poderes oficiales habían silenciado durante siglos (según Louis Charpentier). Otros dicen que  para la creación y desarrollo de un imperio uni­versal sinárquico. Y  añaden a los motivos de su creación la persecución de teorías trascendentales y espirituales de primer orden, cuyo estudio y práctica cambiara al hombre y a la hu­manidad y lo proyectará a una nueva época de elevación espi­ritual (según Juan Atienza, en sus obras “La meta secreta de los templarios” o “La mística solar de los templarios: Guías de la España mágica”, entre otras obras). Pero existen otros que niegan decididamente toda implicación trascendental en la obra y la misión de los templarios y li­mitan el análisis de la Orden al mero panorama político y reli­gioso medieval y renuncian a plantearse interrogantes y enig­mas que, en muchos casos, sal­tan a la vista o por lo menos sorprenden (Alain Demurger: Auge y caída de los templarios, 1986). Ante tales interpretaciones no estaría de más sacar a colación las palabras de Jacques Bergier respecto de otro fenó­meno contemporáneo bien co­nocido y nunca lo suficiente­mente analizado: «El nazismo constituyó uno de los raros mo­mentos, en la Historia de nues­tra civilización, en que una puerta se abrió sobre otra cosa, de manera ruidosa y visible. Y es singular que los hombres pre­tendan no haber visto ni oído nada, aparte de los espectáculos y los ruidos del desbarajuste bé­lico y político».

En otro orden de cosas, las opiniones sobre estos soldados del Templo de Salomón abarcan un am­plio abanico de interpretaciones de su gesta. Desde quienes sos­tienen que los templarios pertenecieron a un orden precris­tiano y secular, de origen druídico, que nada tuvo que ver con los postulados de la Iglesia ro­mana y que nació para proteger a cataros, gnósticos y sufíes, hasta los que afirman que su meta fue rotundamente anti­cristiana y alejada de todo im­pulso renovador y progresista, pasando por los que sostienen que la orden fue la excusa tras la que se parapetaron las acti­vidades de ciertas sociedades secretas de los siglos XII y XIII, de cuyas fuentes bebieron las órdenes rosacrucianas y franc­masónicas de los siglos XVIII y XIX. En 1118 nueve caballeros fran­ceses y flamencos se presentan en Tierra Santa, ante el rey de Jerusalén, Balduino II, y le ofre­cen su colaboración para vigilar y patrullar caminos, realizar la­bores policiales y defender a peregrinos y cristianos en gene­ral de las acechanzas de sarrace­nos y beduinos e incluso de los propios cristianos jerosolimitanos que no temen, en ocasio­nes, darse al bandolerismo y desvalijar a los devotos visitan­tes europeos. A la cabeza de estos valerosos hombres viene, como sabemos, el caballero noble Hugues de Payns. Tanto si este caballero responde ante Bernardo de Claraval del éxito de la misión como si todo ello obedece al particular criterio e iniciativa propios del noble, na­da se sabe con certeza. El caso es que los caballeros llegan y el monarca les concede al punto un lugar donde aposentarse. Nada más y nada menos que el propio templo del rey Salomón, o lo que de él queda. Y los caballeros, llamados «templarios» por este hecho, se instalan en las caba­llerizas abandonadas. Posteriormente todo el sacro recinto que­dará a su disposición y nadie tendrá permiso para salir o en­trar en contra de la voluntad de los templarios, pues ejercen tal ascendiente sobre el rey de Je­rusalén que éste concede priori­dad absoluta a sus necesidades y peticiones.

Los caballeros habitarán en un principio en el palacio real de Balduino II, que en ese momen­to era la actual mezquita Al-Aqsa, dentro del antiguo recinto ocupado por las ruinas y restos del templo de Salomón deno­minado Haram al-Sherif (la «explanada»). Pero muy pronto el rey, que se ha hecho construir otro alcázar junto a la torre de David (1118), deja su palacio a los templarios, que moran en él y celebraban culto en la cercana mezquita de Omar o Cúpula de la Roca (actual Qubbat al-Sakkra), que ellos dedican al Señor (Templu Domini). Todo ello sin salir del recinto salomónico, ya que finalmente son dueños absolutos del mismo, pues las donaciones de los monjes-caballeros del Santo Sepulcro los convierten en po­seedores de la inmensa expla­nada del templo de Salomón. No obstante la finalidad de su misión, los templarios pasan en aquel recinto nueve años sin combatir ni una sola vez con el enemigo infiel, dedicados sólo a la oración y a la meditación y quizá preparándose para la lu­cha militar que les espera. Nada se sabe de otras actividades du­rante ese tiempo. Los caballeros templarios son Hugues o Hugo de Payns, pa­riente de los condes de Champagne, que será después elegido gran maestre de la orden; su lu­garteniente Godefroy Godofredo de Saint-Omer, de origen flamenco; André o Andrés de Montbard, tío de san Bernardo; Payen de Montdidier y Archambaud de Saint-Amand, flamen­cos. Los restantes son anóni­mos, pues sólo se conocen sus nombres de pila: Gondemare, Rosal, Godefroy y Geoffrov Bisol. Poco antes de 1128, cuando los caballeros se disponen a re­gresar a Francia, se les añade un nuevo templario; el propio conde Hugo de Champagne.

Pero en 1128 sólo una zona en la cuenca oriental del Medi­terráneo pertenecía al orbe cris­tiano: el reino de Jerusalén, es decir, la franja que de­limita los Estados Palestinos, en ese momento en poder de los nobles europeos o de sus sucesores, que se habían abierto camino hasta el Medi­terráneo oriental merced a las cruzadas lanzadas por los pa­pas romanos. Estas expediciones bélicas habían surgido como una necesidad religiosa de recupe­ración de los lugares que la cris­tiandad consideraba sagrados, pues en ellos había transcurrido la vida, la pasión y la muerte de Jesús de Nazareth. Sin embargo, las instan­cias cristianas del momento —la jerarquía de la Iglesia católica— olvidaba que aquellos lugares eran también sagrados para ju­díos y musulmanes, pues en ellos habían vivido y predicado, al igual que Jesús, tan­to Moisés como Mahoma. Por eso, Jerusalén, la Ciudad Sagra­da, era también «la tres veces santa», y en ella subsistían las ruinas del que fuera el Templo de Salomón —la mezquita de al-Aqsa—, que fue edificado según las estrictas normas que Yahvé había dado a Moisés y cuya cons­trucción aparecía puntualmente detallada en la Biblia, libro respetado por las tres religiones monoteístas surgidas a orillas del mismo mar. Como se verá, tanto este privilegiado emplazamiento y su tripartito pasado religioso, como las enseñanzas bíblicas re­ferentes al Templo de Salomón obraban ya en conocimiento de los fundadores de la Orden del Temple cuando arriban a Jeru­salén en 1118 y se presentan ante el rey Balduino II.
Las cruzadas surgieron por dos motivos: los meramente espiri­tuales y los económicos. Los pri­meros obedecían a una necesi­dad de miles de personas que, acosadas por la urgencia de trascendencia espiritual, se ponen en marcha desesperada­mente, como si se tratara de una migración abocada a la autodestrucción, y que consolidó el fenómeno de la cruzada espiritual propiamente dicha. Este impulso colectivo recibió poste­riormente el espaldarazo de la jerarquía religiosa católica, dis­puesta a fomentar en una época de peligroso oscurantismo, como los albores del siglo XII, todo aquello que, a la larga, repre­sentase una ocasión para asen­tar sus privilegios, lucrativos o políticos, toda vez que a partir de esta época la Iglesia católica se configuró en Occidente como el Estado más poderoso y acau­dalado de la cristiandad, al que sólo los templarios eran capaces de salir fiadores y prestar sumas fabulosas. Los motivos económicos de la aventura cruzada radican pre­cisamente en esta necesidad que tenía la Iglesia de aumentar y consolidar su patrimonio. Las naciones católicas enarbolan el estandarte de la fe y marchan a Tierra Santa a arrojar a los in­fieles de los santos lugares y de toda Palestina. Pero a nadie se esconde que tras la pretensión religiosa subyace un programa de conquista de nuevos territorios, encaminado a conseguir que los convoyes y las naves comerciales transiten pacíficamente por las rutas de la seda y de las especias, liberar el Mediterráneo y acceder al exó­tico mercado de Oriente, como intentaría Marco Polo. En fin, crear un punto de anclaje de ejércitos fieles a la cristiandad (el reino de Jerusalén) que sirviese de arsenal y frontera ante el avance del islam. Y en todo esto, una orden militar como la templaría se revela como algo muy impor­tante y necesario, pues puede ac­tuar en los territorios sometidos como núcleo difusor de ideolo­gías y como cuerpo policial. La carestía, el hambre, las epi­demias, la penuria que afligía a las clases populares, sumado a la falta de cultura, hacen de la población europea un terreno fértil donde la exaltación religio­sa sembrará la simiente de es­peranza que conduce al hombre medieval al fanatismo o a la lo­cura. Los predicadores y la con­cepción trascendental y última de la existencia, azuzada por la imagen de un más allá terrorífico para una humanidad desasistida y la ma­yoría de las veces depauperada, es el mecanismo que libera el re­sorte psicológico por el que las masas adoptan soluciones drásticas y en ocasiones suicidas, ante sus conflictos de identidad colectivos. En este contexto, la santa cruzada, em­prendida en nombre de Dios para salvación de naciones y de almas, es una solución a corto plazo.
En 1128 la comunidad se había expandido, encontrando apoyo político en lugares poderosos. Príncipes y prelados europeos donaban tierras, dinero y bienes materiales. El Papa finalmente sancionó la Orden y pronto los caballeros templarios se convirtieron en el único ejército permanente en Tierra Santa. Estaban gobernados por una estricta regla de 686 normas. Estaba prohibida la caza mayor, el juego y la cetrería. La charla se practicaba de forma comedida y sin risas. La ornamentación estaba también prohibida. Dormían con las luces encendidas, vestidos con camisas, chalecos y pantalones, listos para el combate. El maestre era un gobernante absoluto. A su lado estaban los senescales, que actuaban como sustitutos y consejeros. Los sergents, en francés, eran los artesanos, trabajadores y asistentes que sostenían a los hermanos caballeros y formaban la columna vertebral de la Orden. Por un decreto papal de 1148, cada caballero llevaba la cruz roja paté de cuatro brazos iguales, ensanchada en sus extremos, encima de un manto blanco. Fueron los primeros en ser disciplinados, equipados y regulados como ejército permanente desde los tiempos de los romanos. Los hermanos caballeros participaron en cada una de las posteriores cruzadas, siendo los primeros en el combate, los últimos en retirarse y nunca caían cautivos. Creían que el servicio en la Orden les procuraría el Cielo, y, en el transcurso de doscientos años de constante guerrear, veinte mil templarios ganaron su martirio muriendo en la batalla.
En 1139, una bula papal situó a la Orden bajo el control exclusivo del Papa, lo que les permitió operar libremente en toda la Cristiandad, sin sufrir la interferencia de los monarcas. Se trataba de una acción sin precedentes, y, a medida que la Orden ganó fuerza política y económica, amasó una inmensa reserva de riqueza. Reyes y patriarcas le dejaban grandes sumas en sus testamentos. Se concedían préstamos a barones y comerciantes con la promesa de que sus casas, tierras, viñedos y huertos pasarían a la Orden a su muerte. Los peregrinos obtenían transporte seguro de ida y vuelta a Tierra Santa a cambio de generosos donativos. A comienzos del siglo xiv, los templarios rivalizaban con los genoveses, los lombardos e incluso los judíos como banqueros. Los reyes de Francia e Inglaterra guardaban su tesoro en las bóvedas de la Orden. La Orden del Temple de París se convirtió en el centro del mercado de moneda del mundo. Lentamente, la organización evolucionó hacia un complejo financiero y militar, a la vez que económicamente independiente. Con el tiempo, la propiedad templaría, unas 9.000 haciendas, fue totalmente eximida de impuestos, y esta posición única le llevó a conflictos con el clero local, ya que las iglesias pasaban penurias mientras las tierras templarías prosperaban. La competencia con otras órdenes, particularmente los Caballeros Hospitalarios, no hizo más que aumentar la tensión.

Durante los siglos XII y XIII, el control de Tierra Santa osciló entre los cristianos y árabes. El ascenso de Saladino como supremo gobernante de los musulmanes proporcionó a los árabes su primer gran líder militar y el Jerusalén cristiano cayó finalmente en 1187. En el caos que siguió, los templarios confinaron sus actividades a San Juan de Acre, una ciudad fortificada de la costa mediterránea. Durante los siguientes cien años, languidecieron en Tierra Santa, pero florecieron en Europa, donde establecieron una extensa red de iglesias, abadías y haciendas. Cuando Acre cayó en 1291, la orden perdió tanto su último baluarte en Tierra Santa como el propósito de su existencia. Su rígida adhesión al secreto, que inicialmente la mantuvo aparte, con el tiempo alentó la calumnia. Felipe IV de Francia, en 1307, con un ojo puesto en las vastas riquezas templarías, arrestó a muchos de sus hermanos. Otros monarcas hicieron lo propio. Siguieron siete años de acusaciones y procesos. Clemente V disolvió formalmente la orden en 1312. El golpe final se produjo el 18 de marzo de 1314, cuando el último maestre, Jacques de Molay, fue quemado en la hoguera.
Las tres religiones monoteís­tas por antonomasia, judaísmo, cristianismo e islam, predican, en esencia, lo mismo: la salva­ción del alma por medio de la fe y de las obras. La fe en un único Dios: para los cristianos, el Pa­dre, del que procede el Hijo he­cho hombre; para los judíos, Yahvé, que ha elegido y guiado al pueblo israelita, y para los musulmanes, Alá, el Misericor­dioso, que ha inspirado a Ma­homa las enseñanzas del Corán. Pero, por desgracia, estas tres religiones —o, al menos, la in­terpretación que de ellas y de sus sagrados textos hacen sus sacerdotes y exegetas— son excluyentes, pese a su monoteísmo y a su creencia en un único Dios misericordioso, justo, sabio y omnipotente. Estas divergencias y la nece­sidad política de aplicar criterios religiosos a actuaciones en el te­rreno económico y sociopolítico provocaron durante siglos san­grientas guerras de religión en las que ninguno de los tres cre­dos renunciará a la violencia o a métodos expediti­vos para predominar o abrirse camino frente a los otros dos. Más allá de las medidas que en muchos países y en todas las épocas se tomaron contra los judíos (1306, expulsiones masivas en Francia; 1492. expulsión de­finitiva de Castilla y Aragón), los enfrentamientos entre cristia­nos y musulmanes provocaron serias crisis de identidad en numerosos pueblos, y en muchos lugares en los que existía una tradición tolerante y una convivencia pacífica de las tres re­ligiones (Toledo, Zaragoza. Narbona) se asistió con horror a pogromos y autos de fe.

La guerra empezaba a ser santa para los cristianos (bellum justum y bellum sacrum) y para los musul­manes (yihad), y el conflicto bélico se apoyaba en premisas y expectativas que obedecían a motivaciones ya muy antiguas: conquista de nuevos territorios, expansión política sustentada en la expedición militar, sojuzgamiento de etnias extranjeras, sometimiento de credos no ortodoxos, apertura a nuevos mercados e intercambios comer­ciales. El concepto islámico de yihad o el cristiano de «guerra santa» se remontan en todos los casos a la tradición más purista y hacen referencia a una actitud personal del individuo para consigo mismo. El creyente debe guerrear contra sí, contra su naturaleza inferior, para acceder a planos superiores de espiri­tualidad y perfección. La acepción de este concepto que implica combate físico y fanatismo religioso no es propiamente espiritual, pues se fundamenta en una interpretación torcida y falaz de las Sagradas Escrituras.  Aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1129, durante el Concilio de Troyes celebrado en la catedral de la misma ciudad, la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los Caballeros Templarios empleaban como distintivo un manto blanco con una cruz roja dibujada. Los miembros de la Orden del Temple se encontraban entre las unidades militares mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. Los miembros no combatientes de la orden gestionaron una compleja estructura económica a lo largo del mundo cristiano, creando nuevas técnicas financieras que constituyen una forma primitiva de las modernas entidades financieras, y edificando una serie de fortificaciones por todo el Mediterráneo y Tierra Santa. Ninguna orden de caballería o de cariz religioso ha despertado a través de las épocas tanto interés ni ha provocado opiniones y ac­titudes tan enconadas durante los dos escasos siglos que duró su existencia como la Orden de los Caballeros del Templo de Jerusalén, conocida como Orden del Temple.
 
De origen y planteamientos misteriosos pese a sus conocidos estatutos, redactados por San Bernardo de Claraval en 1128, estu­diosos, filósofos, teólogos y eruditos de la tradición oculta han in­vestigado hasta la actualidad los fundamentos de esta orden de monjes-soldados, cuyos postulados, en apariencia eminentemente cristianos, conjugaban la vida monástica con su actividad guerrera. Creada la Orden con la finalidad de defender a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares de Tierra Santa de todo asalto, vio­lencia o robo —al igual que los hospitalarios—, la filosofía particular y las actividades en Jerusalén de los templarios alejaron a la orden de su fin primordial, guerrear contra el infiel, por lo que los ca­balleros del Temple se convirtieron en aliados espirituales de sufíes, ashashins y otras sectas esotéricas islámicas, aunque sin apartarse del espíritu cristiano de fraternidad, pobreza, obediencia y ayuda a los necesitados. Esta actitud, que dio a muchos poderes fácticos de la época un motivo más en que fundamentar su repulsa y su alegato en contra de la Orden, acercó a los templarios a metas más tras­cendentes que aquellas para las que, aparentemente, fueron creados y los condujo a la adquisición de una sabiduría y un conocimiento que sobrepasaría después, con mucho, las fronteras reducidas del ámbito geográfico que delimitaba su competencia. Un siglo más tarde los templarios poseían ya grandes territorios y numerosas encomiendas, no sólo en Tierra Santa, sino también y principalmente en Francia. España. Portugal e Inglaterra. Se trataba quizá de una experiencia política nunca llevada a la práctica en Europa: la hegemonía de la orden templaría que. como representación bicéfala de un poder político y una autoridad espiritual, se imponía en todo Occidente, borrando bajo el blanco manto de sus caballeros las diferencias sociales, religiosas y étnicas y unificando todos aquellos países en los que tenia predominancia.
 
Todo ello desde el interior de la infraestructura social, política, religiosa y económica. Una solapada tarea cuyos artífices no siempre se mostraron interesados por detentar el poder temporal o apoyarlo y no siempre estuvieron de acuerdo con la política ejercida por los titulares del papado o el imperio. Entre ellos se contaron monjes que educaron a príncipes; en sus filas militaron los más probados caballeros de la nobleza francesa, alemana, castellana o catalana, y hubo reyes, emperadores y papas que se vincularon secretamente a la orden o la protegieron sin reservas. Pero, entre todos los misterios que rodearon al Temple, el más actual es quizá la idea sinárquica del gobierno del mundo que per­siguieron. Sus fundamentos se asentaron en las fuentes de las que, hasta entonces, habían bebido las religiones oficiales, es decir, en las creencias de las religiones mistéricas y en la tradición común al cristianismo primitivo, a los druidas y a los sufíes y gnósticos, entre otras sectas. La idea del mundo gobernado por una élite de hombres virtuosos y justos que no cayesen en las trampas que ofrece el poder político era ya muy antigua y había sido enunciada por epicúreos y estoicos, pero hasta entonces nunca se había intentado seriamente llevarla a la práctica. Quizá Alejandro Magno, Marco Aurelio u otros emperadores ro­manos o estadistas —de uno u otro signo— de Occidente, en un momento dado de la historia, pretendieron dar cuerpo a un ideal. De sus buenas intenciones sólo quedó, confusa y vaga, una idea de escuálido im­perialismo, sin otro motor que el deseo humano de hegemonía y poder ilimitado sobre un pueblo o varios, el dominio del territorio vecino, la superación de la frontera mediante la campaña militar o, en última instancia, la anexión pura y simple de otros Estados a una determinada Corona.

Ésta fue, sin duda, la decadencia templaría. La constatación de que tampoco aquella orden creada con un fin universalista podría superar las trabas del interés político y del ansia de poder humanos. La tergiversación de los fundamentos ideológicos de la orden la puso en evidencia ante sus enemigos políticos y la acumulación de ri­quezas y poder le creó temibles contrincantes. En 1307 comenzaron los encarcelamientos masivos de templarios en París; en 1312 el concilio de Vienne dictó su disolución; en 1314, el gran maestre Jacobo de Molay murió en la hoguera, condenado por el Papa y ejecutado por el brazo secular del rey de Francia. Pero pese a la persecución de sus caballeros-monjes, la Orden continuó su soterrada labor mediante el concurso de otras cofradías u órdenes militares —Santiago, Calatrava, Alcántara, la portuguesa Orden de Cristo— y sus postulados pervivieron posteriormente. En los últimos siglos, diferentes logias, sectas y organizaciones de ca­rácter místico-religioso reivindican para sí el derecho a llamarse continuadoras de la misión templaría. La idea cósmica de los caballeros jerosolimitanos del Templo de Salomón queda, pues, expresada ahí, en ese dramático y valeroso intento de los siglos XII y XIII, que permanece como iniciativa de tendencias colectivas que ya contempla la sociedad actual y cuyo embrión fue la Sociedad de Naciones y la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Quizá el teórico fracaso de la misión templaría estriba en que sus planteamientos se adelantaron a su época, un tiempo en el que la humanidad no estaba todavía pre­parada para comprender que el progreso auténtico de la sociedad mundial requiere del esfuerzo individual de las naciones para lograr un desarrollo colectivo.

El éxito de los templarios se encuentra estrechamente vinculado a las Cruzadas. La pérdida de Tierra Santa derivó en la desaparición de los apoyos de la Orden. Además, los rumores generados en torno a la secreta ceremonia de iniciación de los templarios crearon una gran desconfianza. Felipe IV de Francia, considerablemente endeudado con la Orden, comenzó a presionar al Papa Clemente V con el objeto de que éste tomara medidas contra sus integrantes. En 1307, un gran número de templarios fueron arrestados, inducidos a confesar bajo tortura y posteriormente quemados en la hoguera. En 1312, Clemente V cedió a las presiones de Felipe y disolvió la Orden. Su brusca erradicación dio lugar a especulaciones y leyendas que han mantenido vivo el nombre de los caballeros templarios hasta nuestros días. Controladas las invasiones musulmanas y vikingas, bien por vía militar o mediante asentamiento, comenzó en la Europa occidental una etapa expansiva. Se produjo un aumento de la producción agraria, íntimamente relacionado con el crecimiento de la población, y el comercio experimentó un nuevo renacer, al igual que las ciudades. La autoridad religiosa, matriz común en la Europa occidental y única visible en los siglos anteriores, había logrado introducir en el belicoso mundo medieval ideas como “La paz de Dios” o la “Tregua de Dios”, dirigiendo el ideal de caballería hacia la defensa de los débiles. No obstante, no rechazaba el uso de la fuerza para la defensa de la Iglesia. Ya el pontífice Juan VIII, a finales del siglo IX, había declarado que aquellos que murieran en el campo de batalla luchando contra el infiel, verían sus pecados perdonados, es más, se equipararían a los mártires por la fe.
Existía, pues, un arraigado y exacerbado sentimiento religioso que se manifestaba en las peregrinaciones a lugares santos, habituales en la época. Las tradicionales peregrinaciones a Roma fueron sustituidas paulatinamente a principios del siglo XI por Santiago de Compostela y Jerusalén. Estos nuevos destinos no estaban exentos de peligros, tales como salteadores de caminos o fuertes tributos de los señores locales. Pero el sentimiento religioso, unido a la espera de encontrar aventuras y fabulosas riquezas, arrastraron a muchos peregrinos, que al volver a sus hogares relataban sus penalidades.  El pontífice Urbano II, tras asegurar su posición al frente de la Iglesia, continuó con las reformas de su predecesor Gregorio VII. La petición de ayuda realizada por los bizantinos, junto con la caída de Jerusalén en manos turcas, propició que en el Concilio de Clermont (noviembre de 1095) Urbano II expusiera, ante una gran audiencia, los peligros que amenazaban a los cristianos occidentales y las vejaciones a las que se veían sometidos los peregrinos que acudían a Jerusalén. La expedición militar predicada por Urbano II pretendía también rescatar Jerusalén de manos musulmanas. Las recompensas espirituales prometidas, junto con el ansia de riquezas, hicieron que príncipes y señores respondiesen pronto al llamamiento del pontífice. La Europa cristiana se movió con un ideario común bajo el grito de “Dios lo quiere” (Deus vult), frase que encabeza el discurso del concilio de Clermont en que Urbano II convocó la I cruzada.

La primera cruzada culminó con la conquista de Jerusalén en 1099 y con la constitución de principados latinos en la zona: los Condados de Edesa y Trípoli, el Principado de Antioquía y el Reino de Jerusalén, en donde Balduino I no tuvo inconveniente en asumir, ya en 1100, el título de rey. Apenas creado el reino de Jerusalén y elegido Balduino I como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillon, algunos de los caballeros que participaron en la Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que iban a ellos. Balduino I necesitaba organizar el reino y no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos, porque no contaba con efectivos suficientes para hacerlo. Esto, y el hecho de que Hugo de Payens fuese pariente del Conde de Champagne (y probablemente pariente lejano del mismo Balduino), llevó al rey a conceder a esos caballeros un lugar donde reposar y mantener sus equipos, otorgándoles derechos y privilegios, entre los que se contaba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la Mezquita de Al-Aqsa, que se encontraba a la sazón incluida en lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Y cuando Balduino abandonó la mezquita y sus aledaños como palacio para fijar el trono en la Torre de David, todas las instalaciones pasaron, de hecho, a los Templarios, que de esta manera adquirieron no sólo su cuartel general, sino su nombre.
Además de ello, el Rey Balduino se ocupó de escribir cartas a los reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que prestaran su ayuda a la recién nacida orden, que había sido bien recibida no sólo por el poder temporal, sino también por el eclesiástico, ya que fue el Patriarca de Jerusalén la primera autoridad de la Iglesia que la aprobó canónicamente. Nueve años después de la creación de la misma en Jerusalén, en 1128 se reunió el llamado Concilio de Troyes que se encargaría de redactar la regla para la recién nacida Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El concilio fue encabezado por el legado pontificio D’Albano y al mismo acudieron los obispos de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans, Auxerre y demás casas eclesiásticas de Francia. Hubo también varios abades, como Etiene Harding, mentor de San Bernardo, el propio San Bernardo de Claraval, y laicos, como el Conde de Champagne y el Conde de Nevers. Hugo de Payens expuso ante la asamblea las necesidades de la orden, y se decidieron artículo por artículo hasta los más mínimos detalles de ésta, como podían ser desde los ayunos hasta la manera de llevar el peinado, pasando por rezos, oraciones e incluso armamento. Por lo tanto, la regla más antigua de la que se tiene noticia es la redactada en ese concilio. Escrita casi seguramente en latín, estaba basada hasta cierto punto en los hábitos y usos previos al concilio. Las modificaciones principales vinieron del hecho de que, hasta ese momento, los templarios estaban viviendo bajo la Regla de San Agustín y el concilio les cambió a la Regla Cisterciense (que no era más que la de San Benito modificada) y que era la que profesaba S. Bernardo.

La regla primitiva constaba de un acta oficial del Concilio y un reglamento de 75 artículos, entre los que se encontraban algunos como el Artículo X: ”Del comer carne en la semana. En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de nuestra Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende es corrupción de los cuerpos. Si el Martes fuere de ayuno, el Miércoles se os dé con abundancia. En el Domingo, así a los Caballeros, como a los Capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno, y den gracias a Dios”. Una vez redactada fue entregada al Patriarca Latino de Jerusalén, Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor, Garmond de Picquigny, que la modificó eliminando doce artículos e introduciendo veinticuatro nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a vestir sólo el manto blanco entre los caballeros y un manto negro para los sargentos.Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden viajaron —encabezados por Hugo de Payens— por Francia primero y por el resto de Europa después, recogiendo donaciones y alistando caballeros en sus filas. Se dirigieron primeramente a los lugares de los que provenían, con la seguridad de su aceptación y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, hombres de armas o pajes.
Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les concedió el abad San Bernardo de Claraval que, debido a los parentescos y las cercanías con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en dar a conocer a la Orden gracias a sus altas influencias en Europa, sobre todo en la Corte Papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto Gran Maestre de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payens. Era también un creyente convencido y hombre de gran carácter, cuya sapiencia e independencia eran admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Santa Sede. Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo, brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar que San Bernardo aconsejara a la Orden una regla rígida y que les hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en 1128 en el Concilio de Troyes, introduciendo numerosas enmiendas en el texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén, Etienne de la Ferté. Y ayudó posteriormente de nuevo a Hugo de Payens redactando una serie de cartas en las que defendía a la Orden del Templo como el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella. Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas papales Omne datum optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas, de manera resumida, se daba a los Caballeros Templarios una autonomía formal y real respecto a los Obispos, dejándolos sujetos tan sólo a la autoridad papal; se les excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica; se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes, pertenecientes a la Orden; y se les permitía recaudar bienes y dinero de variadas formas.

Además, estas bulas papales les daban derecho sobre las conquistas en Tierra Santa, y les concedía atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y poder. En 1167, o según ciertos estudiosos, en 1187, se redactaron los Estatutos Jerárquicos, especie de reglamento que desarrollaba artículos de la Regla y que regulaba aspectos necesarios que no habían sido tenidos en cuenta por la Regla Primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta, vida conventual, militar y religiosa, o deberes y privilegios de los hermanos templarios). Consta de más de seiscientos artículos, divididos en secciones. Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los santos lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit protegiendo los pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta, de todas maneras, que sabemos que eran nueve caballeros. Pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que los caballeros tenían todos ellos un séquito, menor o mayor. Se ha venido en considerar que, por cada caballero, habría que contar tres o cuatro personas, por lo que estaríamos hablando de unas treinta o cincuenta personas, entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etc. Sin embargo, su número aumentó de manera significativa al ser aprobada su regla y ese fue el inicio de la gran expansión de los pauvres chevaliers du temple (pobres caballeros del templo). Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los Caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de lo que hoy es Francia, Alemania, el Reino Unido, España y Portugal. Esta expansión territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, que pronto no tuvo igual en todos los reinos de Europa.
Tuvieron una destacada actuación en la segunda cruzada, protegiendo al rey Luis VII de Francia en las derrotas que éste sufrió a manos de los turcos. Hasta tres grandes Maestres Templarios cayeron presos en combate en 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint-Amand y Gerard de Ridefort (1187). Pero las derrotas ante Saladino les hicieron retroceder en Tierra Santa. Así, en la batalla de los Cuernos de Hattin, que tuvo lugar el 4 de julio de 1187 en Tierra Santa, al Oeste del Mar de Galilea, en el desfiladero conocido como «Cuernos de Hattin» (Qurun-hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes templarios y hospitalarios a las órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas del sultán Saladino. Este les infligió una tremenda derrota, en la que cayó prisionero el Gran Maestre de los templarios (Gérard de Ridefort) y perecieron muchos de sus caballeros, aparte de las bajas hospitalarias. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un manotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la Tercera Cruzada y, sobre todo, el buen hacer de Ricardo I de Inglaterra (llamado Corazón de León) lograron de Saladino un acuerdo para convertir a Jerusalén en una especie de “ciudad libre” para el peregrinaje. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de mal en peor, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén, recuperada dieciséis años antes por el Emperador Federico II por medio de pactos con el sultán al-Kamil, y los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con las otras dos grandes órdenes monástico-militares: los Hospitalarios y los Caballeros Teutónicos.

Las posteriores cruzadas, la Cuarta, la Quinta y la Sexta, a las que evidentemente se alistaron los templarios, o no tuvieron un reflejo práctico en Tierra Santa o fueron episodios demenciales (como la toma de Bizancio en la Cuarta Cruzada). En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como San Luis) decide convocar la Séptima Cruzada, y la lidera, pero no conduciéndola a Tierra Santa, sino a Egipto. El error táctico del Rey y las pestes que sufrieron los ejércitos cruzados les llevaron a la derrota de Mansura y al desastre posterior, en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Y fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, los que negociaron la paz y los que prestarían a Luis la fabulosa suma que componía el rescate que debía pagar por su persona. En 1291 tuvo lugar la Caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su Maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su Cuartel General a Chipre, isla que antaño habían poseído tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes. Esta convivencia de Templarios y soberanos de Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda, hasta el punto que el Temple participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico II, hecho que permitió la supervivencia del Temple en la isla hasta varios años después de su disolución en el resto de la cristiandad (1310). Los templarios intentarían reconquistar cabezas de puente para su nueva penetración en el Oriente Medio desde Chipre, siendo la única de las tres grandes órdenes de caballería que lo hizo, pues tanto los Hospitalarios como los Caballeros Teutónicos dirigieron sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición murieron (Barthélemy de Quincy y Hugo de Ampurias) o fueron capturados, como fray Dalmau de Rocabertí. Este esfuerzo se revelaría inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad había cambiado y a ningún poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron era la intención de convencer al rey francés de emprender una nueva Cruzada.
La I Cruzada, predicada por Urbano II en el concilio de Clermont-Ferrand (1095), pretendía conquistar territorios, someter al infiel y terminar con las lu­chas intestinas entre la caballe­ría italiana y sobre todo franca, cuya levantisca nobleza abusa de la población en general, bur­gueses o siervos, que se ven aco­sados entre las depredaciones de sus señores naturales y el ban­dolerismo. Los ejércitos cruza­dos marchan al unísono bajo la divisa papal: «Dios lo quiere». El 15 de julio de 1099, frente a los muros de la ciudad de Jerusalén,  tres veces santa, se congrega un poderoso ejército procedente de Constantinopla, adonde han ido convergiendo poco a poco y de­sordenadamente las mesnadas de diversos señores francos y de la nobleza europea. La considerable fuerza de estos ejércitos consigue abrirse camino hasta Jerusalén y sitiarla. Después de un largo y penoso asedio, las tro­pas al mando de Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena, toman por asalto la ciudad a los musulmanes. Tras el fra­gor de la batalla, la sagrada ciu­dad hierve de fuego y de sangre. En sus torreones y en los ma­tacanes de sus murallas ondean las banderas internacionales de los cruzados: acaba de crearse el reino latino de Jerusalén, que quedará bajo la autoridad de los Bouillon y los Lusignan. Godo­fredo de Bouillon, incapaz de «ceñir corona de oro allí donde Cristo sufrió la de espinas», se declara no rey, sino Protector del Santo Sepulcro. Más tarde, los ejércitos cru­zados expanden su influencia militar y política en la zona y recaban para sí parte de los te­rritorios ocupados por Siria, donde crean el principado de Antioquía y los condados de Edesa y Trípoli. Para proteger el territorio se habilitan las órdenes de caballe­ría y sus miembros, mitad monjes, mitad soldados, combaten junto a los cruzados, cabalgan al flanco de sus caravanas, reco­rren las desiertas rutas de Tie­rra Santa para proteger a los pe­regrinos de los ataques del bandolerismo y de las escaramuzas de los guerreros musulmanes.

Con este fin se crean las Orde­nes del Temple (1118),de los Caballeros Hospitalarios (1120) y de los Caballeros Teutónicos (1198), aunque éstos sólo actua­rán fuera de Palestina, en los territorios regados por el Bál­tico. En 1144, San Bernardo de Claraval, figura señera de la cris­tiandad que ya se había ocupado de la creación de la orden del Temple, predicó la // Cruzada (1144-1148), que fracasó com­pletamente. En ella intervinie­ron el rey Luis VII de Francia y el emperador de Alemania Conrado III Staufen, quienes acometieron el frustrado asedio de Damasco. Durante la III Cruzada (1187) se perdió Jerusalén, aunque se conservaron Jaffa y San Juan de Acre. En ella participaron el rey de Francia Felipe II Augus­to, el emperador de Alemania Federico I Barbarroja, que mu­rió ahogado en el Salef mientras se bañaba, y el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, quien guerreó incansablemente contra Saladino, pero cuyo comporta­miento atizó profundas divisio­nes entre los príncipes cristia­nos, ante Felipe Augusto y an­te el emperador Enrique VI, de quienes era vasallo. La gloriosa leyenda de Ricardo Corazón de León (1157-1199) no se corres­ponde con la realidad de los hechos. Rey de Inglaterra, antepuso siempre sus intereses personales a los del reino. Vasallo del rey de Francia, Felipe Augusto, se enemistó con él en Tierra Santa, por lo que este monarca favoreció luego los intereses de Juan Sin Tierra, hermano de Ricardo, sobre el trono de In­glaterra. En el mismo orden de cosas, durante el asedio a San Juan de Acre (1191), Ricardo ofendió mortalmente al duque Leopoldo de Austria, pues no tuvo reparo en apartar el estandarte que el austriaco había clavado en los muros de la ciudad para colocar el suyo propio. Como represalia,  a su paso cerca de Viena y de regreso de la cruzada, el duque lo hizo prisionero y lo retuvo dos años, con la aquiescencia imperial, hasta que Inglaterra pagó el correspondiente rescate.

Los artífices de la IV Cruzada (1202) desviaron su objetivo y, azuzados por los intereses comerciales y hegemónicos de Venecia, atacaron Constantinopla, para oprobio de la cristiandad y desesperación de Inocencio III, en lugar de volver a liberar Tie­rra Santa. Tras la toma de la metrópoli bizantina (1204) se creó un nuevo Estado en la re­gión llamado Imperio latino de Constantinopla, ciudad que su­frió el asedio y la destrucción a manos de los cruzados cristia­nos y el vandalismo y la codicia de los venecianos, que derruyeron palacios y arrojaron al mar los tesoros ar­tísticos de la Grecia clásica,. La V Cruzada, predicada en el concilio de Letrán (1215), fue di­rigida por el rey Andrés II de Hungría y el rey de Jerusalén, Juan de Brienne. Fue un fra caso. La VI Cruzada (1223) fue co­mandada por el emperador Fe­derico II Hohenstaufen. quien consiguió milagrosamente, sin derramamiento de sangre y tras diversos acuerdos con el sultán de Egipto, el condominio con­fesional de Jerusalén, Belén y Nazareth, mucho más de lo que habían logrado sus más esfor­zados predecesores, quizá ayu­dadooen connivencia con los templarios de Jerusalén, según unos, y en franca oposición con éstos, según otros.La VII Cruzada, predicada en 1245 en el concilio de Lyon y dirigida en 1248 por San Luis, rey de Francia, atacó el sulta­nato de Egipto. Esta expedición fue un completo fracaso y pa­reció que el destino no aprobase maniobra alguna que no fuera encaminada a la conquista de los santos lugares. El rey de Francia cayó enfermo y prisionero de los musulmanes junto a varios caballeros de la nobleza francesa. Por todos ellos se hubo de pagar un crecido rescate para que re­cuperasen su libertad y pudie­ran regresar a su país. No contento con este resul­tado, San Luis organizó la VIII Cruzada 20 años después, en 1268, que se encaminó a Túnez, Pero tampoco en esta ocasión se obtuvieron resultados favora­bles para la causa cruzada. El rey de Francia, que iba a la cabeza de los ejércitos, y varios miem­bros de la familia real murieron de peste a las puertas de la ciu­dad de Túnez (1270).

Pero las cruzadas no respon­dieron a un ideal eminentemente pacifista y aglutinador de ideales e ideologías, ni entre los euro­peos ni para con los pueblos so­metidos, pues se fueron desvian­do de su fin principal,  la libe­ración de Palestina. Y el poder de los papas utilizó las expedi­ciones cruzadas como objetivo para consolidar sus personales intereses o los de la Iglesia. Así, Inocencio III llegó a predicar una cruzada contra los albigenses, también llamados cáta­ros (1208-1213), y Gregorio IX contra el emperador Federico II Staufen, ante los ataques de éste a la liga lombarda o con­tra el rey de Aragón y Cataluña. Pedro III, cuando éste tomó par­tido por los sicilianos en contra de la Casa de Anjou, cuyos des­manes en Sicilia había apoyado la Santa Sede y el propio San Luis, rey de Francia (1282). Otras cruzadas se iniciaron impelidas por el fanatismo po­pular. Ya la I cruzada había empezado con las ardorosas predicaciones de Pedro de Amiens, llamado el Ermitaño, que arras­tró a una considerable multitud de hombres, mujeres y niños (unos 10.000). Tras numerosas penalidades, sin detenerse ante el saqueo y la violencia cuando necesitaban procurarse alimen­tos, llegaron a Asia Menor, don­de los ejércitos otomanos aca­baron con ellos. En 1212 surgió la cruzada de los Ni­ños, encabezada por un pastorcillo de Vendóme, en Francia. De nuevo un inmenso tropel de 30.000 niños y jóvenes se dirigió a Jerusalén sin orden ni con­cierto, y a ellos se añadieron toda suerte de truhanes y fa­náticos. En Marsella embarca­ron en varias naves, engañados por mercaderes de esclavos que los condujeron a Egipto, donde fueron vendidos como siervos y a los serrallos. En 1250 se repite el fenómeno y se pone en mar­cha la cruzada de los Pastorcillos, en la que participaron miles de jóvenes alemanes, que fueron pereciendo trágicamente en su marcha hasta Bríndisi.

En la península Ibérica, los monarcas portugueses, castella­nos y catalano-aragoneses quedaban exonerados de la partici­pación en las expediciones a Tie­rra Santa por considerar los papas que la liberación que ha­bían emprendido de la penínsu­la de la hegemonía musulmana respondía a los mismos ideales de consolidación y defensa de la cristiandad. Para completar el panorama de las expediciones cruzadas, sólo resta añadir que en 1291 los sirios se adueñan definitivamen­te de todas las posesiones ena­jenadas por los cristianos euro­peos y toman San Juan de Acre, Tiro, Beirut y Sidón. Los tem­plarios, que habían representa­do un gran apoyo para las fuer­zas militares y civiles en Tierra Santa y en todo el Mediterráneo, pasan a Chipre, donde perma­necerán hasta la disolución de la compañía (1312). Con la conquista de Tierra San­ta en 1095 surge el fenómeno de las grandes peregrinaciones de los cristianos europeos a Pales­tina, deseosos de contemplar el Santo Sepulcro y pisar la tierra sagrada en que Cristo sufrió pa­sión y muerte. Pero el viaje, ya de por sí plagado de peligros y sobresaltos en territorios cris­tianos, pese a las bulas papales que establecían inmunidad a los peregrinos y aseguraban la pro­tección eclesial de sus familias, tierras y patrimonios mientras durase su devoto periplo, era to­davía más arriesgado en los países delimitados por tierras de infieles, pues los viajeros se exponían de continuo a ser asaltados por grupos de bando­leros y, sobre todo, a ser certero objetivo de beduinos saqueado­res o de los temibles y fieros ashashins. Por este motivo preci­samente y para socorrer a los necesitados de ayuda en rutas, pasos y fronteras, a la labor de­sarrollada por los benedictinos, que ya antes del siglo XI poseían los dos monasterios de Santa María Latina y de Santa María Magdalena, se añade, en 1113, mediante bula papal publicada por Pascual II, la creación de la orden del Hospital de San Juan Limosnero de Jerusalén, fun­dada por Raymond du Puy, cu­yos miembros, los hospitalarios, socorren a enfermos y desasis­tidos, aunque también se ocu­pan de la seguridad en los ca­minos. Pese a esto y con una motivación más directamente militar, se funda en 1128 la Or­den del Templo de Salomón, una milicia compuesta por monjes-soldados cuyo objetivo primor­dial es proteger y defender a los peregrinos cristianos en Tierra Santa, pero también combatir di­rectamente contra el infiel, ser­vir de avanzadilla cristiana en castillos y fortalezas fronterizos con los reinos musulmanes y pa­trullar las rutas, acompañar ca­ravanas y, más tarde, realizar misiones diplomáticas y secretas de alta envergadura.

Vos que sois señor de vos mis­mo deberéis haceros siervo de otro”, especifica el artículo 661 de la Regla. «Cuando deseéis estar a este lado del mar, se os enviará a Tierra Santa; cuando queráis dormir, deberéis alza­ros, y cuando estéis hambriento, tendréis que ayunar». No hay tranquilidad para el templario, ni molicie. Y su vida se configura como la de las demás órdenes religiosas, con el añadido de la misión militar, lo que conlleva rudos entrenamientos y considerables renuncias. Desde que Hugo de Payns es elegido gran maestre (Magister Militum Templi, 1118-1136) en Jerusalén, todos sus esfuerzos se encaminan a recabar la apro­bación papal de su incipiente or­den (concilio de Troyes. 1128) y a la obtención de una regla que la organice como orden eclesiás­tica y a la vez militar. El gran maestre donará su señorío de Payns o Payens a la orden —do­nación que enseguida tendrá mu­chos imitadores— y se dará en cuerpo y alma a sus intereses, para morir en Reims en 1139. La regla primitiva estará constituida por los privilegios que concederá el concilio de Troyes a la orden (1128), revisados por el patriarca de Constantinopla (1131) y modificados por la bula papal de  1139.  Los estatutos se componen de setenta y dos artículos,  redactados en latín y traducidos posteriormente al francés, cuyas versiones no siempre coinciden, que establecen votos de pobreza, castidad y obediencia, como todas las ór­denes religiosas, además de austeridad y renuncia, ayuno y comedimiento en el comer, en el vestir y en el obrar, censurando toda ostentación, todo lujo o riqueza in­dividual. El templario no posee nada, pero no así la orden, que dispone de armas, cabalgaduras, pertrechos, iglesias, castillos o ca­sas de labor, y que es considerablemente acaudalada.

Además se promueve el uso del hábito: sayal pardo o negro para los hermanos y capa blanca, con cruz posteriormen­te, para los caballeros, que se puede perder sí se cometen de­terminadas y graves infraccio­nes, lo que conduce a uno de los mayores deshonores, como la pérdida del caballo. Se impone la abstinen­cia, pudiendo comer carne sólo tres veces a la semana, la disciplina corporal, un có­digo penal rudimentario para prever infracciones comunes en otras órdenes, tales como extorsión, nepo­tismo o deserción). También de impone la  imposibili­dad de aceptar niños a cargo de la orden, que era práctica habitual en otras órdenes, la prohibición absoluta de trato con mujeres, «cuyo rostro el caballero evitará mirar» y a las que jamás podrá besar, aun­que sean su madre o su her­mana, absteniéndose completa­mente de «besar hembra alguna, ni viuda ni doncella». La admisión en el Temple impone ciertos requisitos, tales como estar sano y no sufrir en­fermedades, tales como la sí­filis y otras venéreas, propias de la caballería desenfrenada de la época, y la epilepsia, para mu­chos clara señal de posesión diabólica. También se especifica que no se tiene que haber sido arrojado de otra orden, norma también común a todas las instituciones religiosas, sobre todo a las ór­denes militares, pues los hospi­talarios se nutrían también de proscritos y vividores arrepen­tidos en mayor o menor medida. Otra obligación era no estar excomulgado ni fre­cuentar personas que la Iglesia hubiese postergado, aunque la bula de 1139 permite al excomulga­do, si existe retractación pública y el obispo provincial lo absuel­ve, ser recibido en la Casa «con misericordia».

Pero el principal requisito era haber sido armado caballero, y ser hijo de caballero y de dama o descendiente de caballeros por línea paterna. Los plebeyos que no habían accedido a este rango  se conformarán con entrar en la orden como sargentos. No obstante esta precaución, el Temple con­tó entre sus filas con lo más florido de la baja nobleza euro­pea, aunque tampoco faltaban miembros de la alta, segundones y jóvenes pendencieros cuyo ideal de vida era libertino y competitivo, que recorrían Europa de torneo en torneo y de justa en justa para mostrar unas dotes de valentía y arrojo rayanas con la temeri­dad y lindantes con el desacato al orden feudal secular. La Or­den les exigirá que estén a la altura de las circunstancias en el campo de batalla: no podrán abandonar la lucha mientras no se vean asediados por más de tres contrincantes (los ashahins no retrocedían ante siete); si son hechos prisioneros, no po­drán ser rescatados con dinero. Cuando los sarracenos les ofrez­can la libertad a cambio de la apostasía, ellos deberán ofrecer su cuello. El hábito, la cruz roja anco­rada sobre el hombro izquier­do, paté, con los extremos inci­sos, los pendones y banderines, además del baussant. la  bandera partida en dos cuarteles, uno blanco y otro negro, símbolo de la orden, los sellos, el aseo y el aspecto ex­terior (pelo corto y barba larga), la vestimenta militar (cotas de malla, armas), las monturas y cabalgaduras —caballos de com­bate, palafrenes y bestias de car­ga; un caballo para los sargen­tos, tres para los caballeros, cua­tro para los dignatarios y cinco para el maestre, pues dispone además de un turcomano— son objeto de otros muchos artículos de la regla, algunos de ellos muy curiosos. Especialmente los que hacen referen­cia a la caza, actividad prohibida para el templario a la que con tanta fruición acostumbraban a entregarse los nobles medieva­les, tanto de Oriente como Oc­cidente, con la salvedad de la caza del león, «bestia pre­dilecta del diablo en la que se encarna».

Existen asimismo los llama­dos «complementos a la regla o modificaciones» (retraits, en la versión francesa), redactados entre 1156 y 1169. En ellos se expone el procedimiento de recepción de un hermano caballe­ro en la orden, que extiende también su protección a sus padres, familiares cercanos y a dos o tres amigos íntimos del pos­tulante. Por esta ceremonia, el recién llegado es introducido en un ora­torio o habitación anexa en una casa de la Orden y asiste a una entrevista con el gran maestre o el preceptor, ante el que se in­clina y cuyos labios besa (tra­dición corriente que pone en práctica el ósculo de la paz). Luego y por tres veces consecutivas, la última después de orar en soledad, debe responder a las preguntas rituales: ¿Desea entrar en el Temple y abando­nar el siglo? ¿Es libre para ello? ¿No le persigue la justicia? ¿Confiesa no adolecer de enfer­medad alguna? Para ser admi­tido a la Orden, ¿ha realizado re­galos a algún dignatario de la orden? ¿Se compromete a la po­breza, etc.? Además debe escu­char las advertencias y le es leí­da la regla. El nuevo templario jura, y eso es todo. Muy diferente será lo que luego, durante el proceso en Francia de 1307-1314, confiesen muchos caballeros en cuanto al protocolo de admisión en el Temple, a las ceremonias secre­tas y a los supuestos ritos he­réticos de iniciación. Pero en los albores del siglo XII los caballeros inclinan la cabeza y meditan ante las palabras que definen la ar­dua y futura vivencia que tendrán como soldados de Cristo: «Vos que sois señor de vos mis­mo deberéis haceros siervo de otro-, como el pontífice romano («Siervo de los siervos de Dios») y como el propio Jesucristo: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos».  Se trata, en defi­nitiva, de una experiencia de ca­rácter religioso, del abandono de la banalidad del mundo, de la búsqueda de la ascesis, de la en­trega al servicio solidario de los desventurados y desprotegidos y de la defensa de los valores y lugares más valiosos para la cristiandad.

La Orden precisa de una es­tructura concreta y se estable­ce una configuración piramidal, reflejo del orden feudal. Desde el her­mano lego a los más elevados jerarcas, el Temple imita el estamento militar y la distribución interna por escalafones jerarquizados de las restantes órde­nes religiosas, sobre todo las be­nedictinas. En la cúspide de esta pirámide se halla el gran maestre, quien sólo responde ante el Papa y ante el capítulo, en el que in­tervienen los dignatarios pre­sentes en Tierra Santa en el momento de una determinada con­sulta. Le sigue el senescal de la orden, segundo cargo en impor­tancia, pero que curiosamente despliega menos poder y presen­ta menor número de atribucio­nes que el mariscal. El comen­dador es elencargado de la tesorería y la intendencia general. Existe un comendador de Tierra Santa, de especial importancia, y uno más para las circunscripciones generales: Trípoli y Antioquia, Francia-Inglaterra, puesto que el rey de Inglaterra era vasallo del rey francés, aunque en ciertas épocas fuera más poderoso, como fue el caso de Ricardo Co­razón de León, Aragón-Provenza, Castilla-León-Portugal, Ita­lia Meridional y Hungría. Al comendador siguen los pro­vinciales o preceptores, resul­tado de la división del orbe cristiano en provincias o preceptorías. Francia reúne cinco: Normandía, Île-de-France, Picardía, Lorena-Champagne y Borgoña. España dos: Portugal-Castilla-León y Aragón-Cataluña-Provenza, que luego se di­versificarán, a medida que vaya avanzando la Reconquista en la península Ibérica, donde los templarios combaten en prime­ra línea y crean fortalezas pa­ralelas a los ribats sarracenos.

Luego siguen los hermanos caballeros y los capellanes sa­cerdotes; después los sargentos y finalmente los hermanos le­gos. Tras éstos va todo un gentío de escuderos, pajes, arqueros, mozos, mancebos y todo tipo de servidores al cuidado de la in­tendencia de las casas. Los mi­lites ad terminum son, dentro de los fratres milites o freires, los soldados-monjes tem­plarios, los ca­balleros que, según una costum­bre caballeresca propia de la no­bleza, se comprometen a formar parte de la orden durante un año, al término del cual la aban­donan y parten para sus tierras, después de realizar una estadía en sus filas como si se tratase de un servicio militar de élite. Las mujeres no pueden entrar en la orden, quedando ésta re­servada exclusivamente a los va­rones.Los donados son hombres que, viviendo cerca de las en­comiendas, «se entregan en cuerpo y alma al Temple» para recabar la protección de la Orden, que en Europa es poderosa,  contra los abusos de los señores feudales o el pillaje, o bien para obtener un entierro digno en el cementerio de las en­comiendas templarías. Para to­do lo cual se dan a la orden, a cambio de entregarle sus bienes a su muerte o de una donación en metálico, rentas o diezmos. Había tres clases de dación: La simple (con fines espiritua­les); la remunerada o mer­cenaria, y la dación per hominem o en servidumbre. En Tierra Santa, donde radica la casa presbiterial o casa ma­dre, hay otros cargos: submariscal, gonfalonero y turcoplier (jefe de la caballería ligera turca compuesta por los arqueros a ca­ballo). Aún existen otras cate­gorías: bailíos o responsables de un bailiaje o pequeña circuns­cripción y hermanos visitadores, encargados de la supervisión del correcto funcionamiento de las encomiendas.
 
En lo referente al capitulo, ór­gano consultivo por excelencia de la orden, se compone de un determinado número de her­manos dignatarios y existen di­versos tipos. El capítulo general compro­misario se reúne a la muerte del gran maestre (o cuando éste se retira, en muy pocos casos) y eli­ge doce miembros, dos a dos, «en honor de los doce apóstoles», quienes, a su vez, escogen al her­mano capellán, que ocupará el lugar de Nuestro Señor. De todos modos el número 12 figura en diversas tradiciones antiguas, como la sumeria, griega, etc..  Estos trece hermanos deben ser de na­cionalidades y países distintos y son los responsables de la elección del gran maestre, por lo ge­neral un hombre con gran pre­paración y experiencia en el frente y la lucha contra los sa­rracenos. El gran maestre (Magister Militum Templi} deberá ser un profundo conocedor de los secretos de la orden y de elevada extracción social, normalmente perteneciente a la nobleza fran­cesa, flamenca, aragonesa o jerosolimitana, pues deberá repre­sentar continuamente a la orden cerca del Papa y ante el empe­rador y el rey de Jerusalén. De­berá asimismo conocer los se­cretos de la política internacio­nal, las relaciones entre los diversos Estados y, sobre todo, entre las distintas dinastías y fa­milias reinantes. Se espera que sea hijo obediente del pontífice romano y que obedezca sus dic­tados, aunque luego su astucia le recomiende actuar por el bien de la orden; deberá conjugar una política de firmeza con otra de transigen­cia, pues la orden es muy po­derosa y no siempre convendrá apoyar al emperador  en contra de los inte­reses de la Santa Sede, pero tampoco ofen­der con poco tacto los intereses del Sacro Imperio. Se trata de estar siempre en el filo de la na­vaja, sin perder de vista el fin principal: esto es, el engrande­cimiento de la orden templaría y el acrecentamiento de su inmenso poder, casi omnímodo a finales del siglo XIII.

El gran maestre posee una au­toridad ilimitada, pero sus de­cisiones deben ser respaldadas y sancionadas por el capítulo, que en muchas ocasiones actúa como consejero. Su deber es dar consejo; la obligación del gran maestre es solicitarlo. De cual­quier modo, la autoridad de este supremo dignatario de la orden era indiscutible y estaba desligada de todo arbitrio de las autoridades religiosas e incluso tem­porales. Solo debe obediencia al Papa. Ni siquiera los obispos pueden excomulgar a los tem­plarios, ni a sus vasallos ni a sus deudos territoriales, lo que los hace inviolables. Cuánto me­nos discutir su autoridad, que a partir de la bula de 1139 pasa por encima de la hegemonía del patriarca de Jerusalén. En la historia del Temple, des­de Hugo de Payns a Jacobo de Molay, la elección de todos los grandes maestres obedeció a motivos bien precisos y confor­mes a los intereses de la Orden. No obstante, no todos ellos supieron estar a la altura de las circunstancias, tal como muestra el caso de Gerardo de Ridefort (1184-1191). Por lo general y según diver­sos autores, se consi­dera que han habido veintidós grandes maestres.  Tras la marcha de Hugues de Payns a Europa, donde pasará tres años (de 1127 a 1130), los caballeros del Templo que per­manecen en Tierra Santa se ini­cian en su auténtica misión: no sólo proteger a peregrinos sino guerrear contra el infiel. Este extremo había despertado ya se­rias dudas en los contemporá­neos de la Orden y para los pro­pios templarios que quedan en Jerusalén no faltan ocasiones en las que las dudas afloran y crean conflictos de conciencia. En 1129 los templarios se deben enfrentar definitivamente a los infieles y entrar en combate. Mueren y dan muerte, e incluso son derrotados. Pese a los fun­damentos de la orden, estas cir­cunstancias no dejan de crear graves crisis de con­ciencia, por lo que san Bernardo escribe su famoso De laude novae militiae (Elogio de la nueva milicia),textoen el que exhorta a sus hijos predilectos a perse­verar en sus fines espirituales y en su misión de lucha, pues es ésta necesaria a la cristiandad para salvaguardar la libertad de practicar la verdadera fe. Bernardo recurre a la idea de guerra santa y del premio final —el pa­raíso—, a semejanza del concep­to musulmán que maneja la yihad, y afirma que «Cristo es la recompensa de la muerte cuan­do se muere luchando contra el infiel», pues si en la batalla en­cuentra la muerte, el milites «se reunirá con el Señor».

A partir de entonces los her­manos templarios lucharán valientemente y se erigirán, junto a los hospitalarios de San Juan, en la fuerza de vanguardia de numerosos conflictos armados. Se distinguirán por su bravura y su arrojo, pero también la his­toria les reprochará su avidez de riquezas y su injerencia en los asuntos internos del reino de Jerusalén. Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini tuo da gloriam es la divisa de los ca­balleros de Cristo, el himno que entonan los templarios en Tie­rra Santa y muy pronto en todo el mundo civilizado: «No a no­sotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre sea dada toda la gloria». A Hugues de Payns sucede en la jefatura de la orden Roberto de Craon (1136); a éste, Everardo des Barres (1149.), y a éste Bernardo de Trémelay, que morirá en el sitio de Ascalón (1153). Durante todo este tiempo los templarios han intervenido como fuerza de choque y de élite en las operaciones bélicas desarro­lladas durante la II Cruzada y la sede presbiterial de la orden ha permanecido en Jerusalén, con un destacamento preparado para la intervención militar que cons­taba de diez caballeros templarios y un séquito de sargentos, es­cuderos, pajes de armas y ar­queros, que escoltan en todo momento a los peregrinos, pues la regla establece que el comen­dador de la Orden debe proveerse de una tienda, animales de carga y víveres «para socorrer a los peregrinos o para atender a los he­ridos cuando los hubiere en ba­talla». Pese a todo, también se pro­ducen derrotas e incluso se acu­sa a la orden de irregularidades y preferencias en el terreno po­lítico o a la hora de atacar una plaza. La definitiva consolidación de la Orden corno tal obedece a la aprobación de los estatutos por parte del Papa, por lo que éste publica diversos documentos que, en forma de bula, acaban por dar forma y moldear los principios por los que se regirá la Orden.

En 1139 Inocencio II publica la bula Omne datum optimum, cuyo texto define aspectos importantes para la Orden, regida entonces por Roberto de Craon, y recuerda a sus adeptos que su misión es renunciar a la violencia del siglo. Es conocido el problema que la sociedad feudal planteaba en los Estados europeos más desarrollados, infestados literal­mente de caballeros de la baja y mediana nobleza cuya única ocupación es sembrar el pánico en las comarcas feudatarias, recurrir a tropelías para su continua diversión y hacer de la caballería una suerte de pillaje con patente de corso. El Papa quiere a sus hijos caballeros y soldados, pero de Cristo, y les concede el distintivo de la cruz que luego llevarán sobre su hábito. Esta bula viene a sumarse al ya conocido De laude y a la redacción de la regla de 1128, cuyo fin primordial es conjugar el difícil papel del templario como caballero y como monje a la vez, y se considera como el documento por antonomasia que estructura a la orden y la configura definitivamente como orden militar. También le concede especiales prerrogativas,  de muchas de las cuales ya gozaban los cistercienses y los hospitala­ríos, y la sitúa bajo la única jurisdicción de la Santa Sede, pasando sobre la autoridad de los obispos y clérigos. En otro orden de cosas, la bula explícita convenientemente la autoridad del maestre de la orden (luego llamado «gran maestre»), de autoridad inapelable, a quien los hermanos deberán obediencia absoluta. Da asimismo derecho al Temple para que posea sus propios sacerdotes (cape­llanes) y le otorga exención de los diezmos, extremo éste que resultaría muy impopular entre los eclesiásticos, sus destinatarios habituales, pri­vilegio del que, hasta entonces, sólo disfrutaba el Císter. En 1143 el papa publica otra bula. Milites Templi Los soldados del Templo»), que concede a la orden la prerrogativa de que sus capellanes puedan celebrar misa en los lugares declarados en entredicho por la Iglesia. En 1145, Inocencio II da la tercera bula que acabará por dar cuerpo a toda la normativa de la Orden del Temple, el texto que comienza con las palabras Militia Dei Soldados de Dios»), por el que los templarios quedaban facultados para poseer sus propios cementerios, iglesias y oratorios. Otras bulas pos­teriores, entre ellas Quanto devotius divino (1256, Alejandro IV), que confirma la exención de impuestos a los templarios. Las de 1307, Pastoralis praeeminentiae;. 1308, Faciens misericordiam, y 1312, Vox in ex­celso y Considerantes dudum,publicadas todas por Clemente V, di­suelven la orden y prevén los procedimientos para el proceso incoado a los caballeros.  Son testimonio de la vinculación definitiva de la orden templaría a la Santa Sede y la configuración de ésta como su única y superior jerarquía.
 
Roberto de Craon (1136-1149), segundo gran maestre de la orden, des­pués de vivir largos años en las cortes de Angulema y Aquitania, viaja a Tierra Santa donde, contra todo pronóstico, se aleja del mundo y entra en la orden (1126). Elegido senescal y más tarde gran maestre, se ocupó, como muchos otros dignatarios del Temple, en estrechar lazos con las dinastías reales de Oriente y de llevar a cabo una política de ecumenismo en el terreno religioso, distinguiendo entre ocupación de los Santos Lu­gares y tolerancia entre las tres religiones monoteístas. Se interesó por la regulación de la orden y la consecución de determinados privilegios, que cobraron cuerpo en las bulas pontificias. Salvó la vida a Luis VII. Tras la toma del condado de Edesa por parte de las fuerzas musulmanas, el 1 de diciembre de 1145, el papa Eugenio III llama a la II Cruzada y dispone que la encabece el rey de Francia, Luis VII.  San Bernardo predica la cruzada en Vézelay, lo que aporta gran auto­ridad a la empresa, pues de to­dos es conocida la fama de sabio y de cristiano sin tacha de la que goza el abad de Claraval. Precisamente su elocuencia hará que participe, a expensas de lo que el pontífice romano había dis­puesto, el emperador de Alemania, Conrado III. La cruzada, que fue un es­fuerzo conjunto de todos los ejércitos cristianos, respondió al impulso de los cruzados y de los templarios destacados en Tierra Santa, que actuaron como un solo hombre; como si todos los combatientes hubieran sido templarios (y hospitalarios, pues también éstos combaten), pues así lo habían jurado las huestes cristianas, dispuestas a luchar has­ta el final siguiendo los pasos del maestre del Temple, Everardo des Barres. Pero la cruzada termina con un rotundo fracaso, al que si­guió el de la expedición de Da­masco, entre otras cosas a causa de las diferencias entre el rey de Francia. Luis VII y su esposa. Leonor de Aquitania, quien se apresura a hacer públicas sus desavenencias conyugales y se inclina en exceso hacia el apues­to Raimundo de Antioquía. O las divergencias entre el rey de Je­rusalén, Balduino III, y su ma­dre, la reina Melisenda, que ejer­ce la regencia y se apoya en el Temple. También la traición y la fe­lonía se insinúan como otros tantos motivos de la pérdida de Damasco. Y los sultanes Unur y Nur al-Din juegan la baza de la conspiración en el seno de las tropas cristianas. Sin embargo, se acusa a los templarios de pa­sividad, e incluso de complici­dad, ante la pérdida de la alian­za damascena con Jerusalén y del absurdo ataque a la ciudad.

Everardo des Barres 11149-1152), que ya era maestre de Francia, había sido nombrado gran maestre de la orden en 1149, a la muerte de Roberto de Craon. Tras el desastre de la II Cruzada, regresa a Francia para acompañar al rey Luis VII pe­ro vuelve enseguida a Palesti­na, donde permanece unos pocos años. Finalmente se trasladará a Claraval, donde profesa como cisterciense, para morir en 1174 o 1176.. Las tropas cris­tianas sitian la ciudad Ascalón, Tierra Santa. En la refriega intervienen los templarios valerosamente, siempre actuan­do como cuerpo de élite, pero los pierde su jactancia o su excesiva confianza. Cuarenta caballeros de la orden entran por una brecha de la muralla en el re­cinto sitiado, con tal premura que se desvinculan del resto del ejército. Como consecuencia son apresados y muertos; sus cadá­veres son colgados de los ma­tacanes de la fortaleza, de cuyas almenas penden. Entre los caí­dos, para  consternación de lodos, se encuentra el gran maestre, Bernardo de Trémelay (1152-1153). Finalmente la ciudad es to­mada, pero se acusa a los templarios en gene­ral, y a Trémelay en particu­lar, de negligencia y de avaricia, pues se les supone deseosos de apoderarse de las riquezas de la ciudad. A Bernardo de Trémelay le sucede, en teoría, Andrés de Montbard (1153-1156). Con la creación de la orden y su instalación en Tierra Santa sur­gió inmediatamente un fenómeno de solidaridad y coopera­ción con sus promotores y em­pezaron a llover las donaciones a la Orden del Temple, proce­dentes de los lugares más dis­pares, aunque consistentes en su mayoría en tierras, castillos, casas, heredades, fincas de labor y bienes inmuebles en general.

La más importante, por ser la primera de ellas, de la que dis­frutó la orden fue la propiedad rural del primer gran maestre, quien donó a la causa sus po­sesiones de Payns, en Francia (1118). A esta donación siguie­ron otras numerosas y muy pronto se contó con un patri­monio de primera magnitud, consis­tente en terrenos rurales y de explotación agropecuaria. Muy pronto la orden se extendería como un Estado dentro de los Estados de Europa y se haría inmensamente rica y poderosa. Pero, curiosamente, las pri­meras donaciones no tienen lu­gar en Francia, sino en Portugal y en Castilla. ¿Cómo una orden religioso-militar recién fundada recaba semejante apoyo en lu­gares tan distantes del empla­zamiento de su casa matriz? Sin duda esta pasión por la Orden se refiere a sus ideales, pues es la primera que, sirviendo a los in­tereses de la cristiandad y del Papa, posee personalidad propia para tomar la espada, lo que estaba vedado hasta entonces a las comunidades católicas, y para correr la primera a la van­guardia de las tropas cristianas y enfrentarse con el enemigo sa­rraceno. Quizá en el incipien­te Portugal y en Castilla-León, reinos acosados por este mis­mo enemigo, siempre acechante tras unas fronteras demasiado borrosas, se comprende perfec­tamente la iniciativa de los tem­plarios, pues luchan en el fren­te. De hecho, pasando el tiempo, la Orden, que había establecido dos preceptorías en territorio hispano, las equiparará en ran­go y prioridad a la preceptoría de Tierra Santa, distinguiendo así las tierras de retaguardia de las que se encuentran en el fren­te de batalla, sostenidas éstas por la aportación económica de las primeras, pues se considera la península Ibérica y sus terri­torios como inmersos en «cru­zada» permanente.

Normalmente los reyes cris­tianos respondían a la llamada de un determinado pontífice, que apelaba a la ayuda de prín­cipes católicos y reyes cristianos, sobre todo los de Francia. Los monarcas hispanovisigodos y sus descendien­tes estaban exonerados de se­mejante concurso por considerar la Iglesia católica que su labor prioritaria debía realizarse en la península Ibérica, hasta lograr­se la erradicación total del islam en los territorios peninsulares, lo que se concluyó en 1492 con la toma de Granada por los Reyes Católicos y la unificación completa de la península en el seno del catolicismo.  En este contexto, se multipli­can las donaciones, recién cons­tituida la Orden, y aun antes de que ésta fuera aprobada oficial­mente en el concilio de Troyes, lo que significa que exis­ten numerosos donantes a la Orden del Temple, una orden todavía no sancio­nada por el papa. ¿Qué intereses guían a estas personas y por qué ese apresuramiento en dar al Temple lo que antes se donaba al Císter y antes a Cluny? Es normal, pues, que estas órdenes que predican la pobreza se en­riquezcan vertiginosamente al poco de ser fundadas. Lo mismo ocurre con el Hospital (1120) y con los Caballeros Teutónicos, aunque en menor medida. ¿Re­sulta más gratificante para la baja nobleza regalar sus castillos y sus mansiones o sus granjas a una orden de caballeros lanza en ristre, prestos a desenvainar la espada como todo buen caballe­ro en defensa de su religión, que a los silenciosos monjes cistercienses? En cualquier caso, en este hecho subyace una causa meramente social: antes el Cís­ter era el preferido del Papa y, por tanto, de la sociedad feudal. Ahora los hijos predilectos son los templarios. Y además son ca­balleros y combaten a caballo, modelo de toda una época. La no­bleza considera un honor entrar en filas y los segundones de las buenas casas presumen de edu­carse con ellos y de ingresar en la orden. Para un joven valeroso perteneciente a la baja nobleza no es lo mismo que profesar en un convento.

En 1127, el templario Guilhelme Ricard viaja a Portugal como maestre de este reino para ocupar la encomienda que se crea en Fonte Arcada y el concejo de Peñafiel, regalo de la rei­na Doña Teresa. La reina Doña María les hace donación del cas­tillo de Soure. En 1129 la orden recibe Calatrava la Vieja y, en Francia, la iglesia de Saint-Jean-Baptiste de Aviñón. En 1130 el conde de Barcelona Ramón Berenguer III dona Grañena y en­tra en la Orden. Las donaciones de reyes y príncipes soberanos se multi­plican. A sólo tres años de la fundación oficial de la Orden (1131), el rey de Aragón, Alfon­so I el Batallador hace una donación sorprendente: lega en he­rencia al Temple «y a las otras órdenes militares» los territo­rios y la soberanía de su reino, herencia peligrosa que la Orden se niega a aceptar, pues median intereses con la Santa Sede, de la que Aragón es vasallo, y el testamento es anulado. En 1132 el conde Armengol VI de Urgel cede el castillo de Barbará. En 1137 el rey de Francia Luis VII lega a la Orden algunas propie­dades en París que acabarán convirtiéndose en el barrio del Temple, donde los caballeros dispondrán de la soberbia fortaleza en la que será encerrado Jacobo de Molay antes de su muerte en el cadalso. Con este ritmo trepidante, Europa entera se dedica a am­pliar y engrandecer las posesio­nes de la Orden. En 1150 se con­tabilizan 300 encomiendas en el condado soberano de Provenza y el Languedoc, 200 en Flandes, Borgoña y Normandía, y 100 en Inglaterra, los Estados de la pe­nínsula Ibérica e Italia. En 1169 pasan a poder de los templarios los castillos portugueses de Almourol. Ozereze y Cardiga; en 1177, el de Ponferrada. La Orden se sigue enrique­ciendo, pues cuenta con nume­rosas encomiendas y éstas pro­ducen bienes perecederos «que los hermanos comercializan, co­bran derechos de paso, no pagan impuestos ni diezmos ni anatas. Por el contrario, percibe rentas del señorío territorial.

Las encomiendas se componen de cualquier pequeño terreno,  granja, molino, caserío o castillo,  que los caba­lleros se encargan de restaurar, modernizar y ampliar. Cuentan con criados y trabajadores de di­versa índole para el manteni­miento de la casa: personal do­méstico en los castillos y labra­dores en las granjas, además de pastores, vaqueros, porteros, guardabosques, porqueros, cillereros y bodegueros, contables, artesanos, arquitectos que construyan, amplíen y mantengan la encomienda, que puede ser de pequeña importancia o revestir las dimensiones de un castillo fortificado. Una vez conseguido un terre­no apropiado, normalmente si­tuado en un paraje de especial interés, histórico o estratégi­co, o importante por sus belle­zas y recursos naturales, en agua, por ejemplo, la Orden compra los territorios circundantes y extiende su pose­sión. Cruza lindes, engloba cam­pos de labor, se adueña de los caminos reales. Negocia con los representantes reales, posterga los derechos de los clérigos, se enzarza en numerosos juicios sobre derechos de paso y peaje, diezmos y propiedades y heren­cias que normalmente gana, y colma poco a poco sus arcas, a veces con métodos no muy cris­tianos. Su poder crece. Compra terrenos al Hospital y engulle sus tierras, que luego cultiva, cosecha, explota. El Císter, los párrocos regu­lares y los terratenientes le ceden gustosos sus iglesias o terrenos para la construcción de templos y poder ser enterrados luego en ellos, lo que confiere distinción y conlleva indefecti­blemente la salvación de sus al­mas. Y los desheredados le pagan cuotas o se acogen a su protec­ción a cambio de su trabajo. La Orden los protege del bandole­rismo y de los abusos de los se­ñores feudales, que nada pueden contra el Temple. Y los herma­nos edifican sus iglesias, orato­rios y capillas siguiendo pautas arquitectónicas innovadoras en numerosas ocasiones o fortale­zas triplemente fortificadas.

La Orden posee tierras, ga­nado ovino y bovino, caballar y porcino; posee barcos en los que desplaza a los hermanos a Tie­rra Santa. La orden es rica y se puede permitir el lujo de construirse sus propias fortalezas en las fronteras de los Estados, a veces siguiendo extraños itine­rarios que nada tienen que ver con intereses estratégicos o po­líticos, sino con razones perso­nales y desconocidas de la orden, como la que los lleva a adue­ñarse de los castillos que cubren la parte moderna del tradicional «camino de Santiago». Desde el castillo de Tomar (1160) hasta la adquisición de Chipre (1191), la trayectoria política y econó­mica de la orden es fulminante. A esto hay que añadir las con­quistas que realiza tanto en Tie­rra Santa como en España, en las que desposee de sus forta­lezas (ribbats) a los sarracenos, que pasan a su poder, y los te­rritorios que conquistan o que los monarcas les ceden (en Aragón-Cataluña, por ejemplo, se les dona la décima parte de lo conquistado, aunque la orden pretende un quinto): Albentosa (1203); Monteada (1235); recu­peración transitoria de Jerusalén (1243), entre otras proezas. En 1270 el Temple cuenta ya con mil encomiendas en Fran­cia. En 1283, el rey Alfonso X de Castilla dona las villas de Fregenal, Jerez de los Caballeros, llamada así en honor de los templarios,  y las tierras circun­dantes. Todo esto es sólo una muestra, pues las donaciones y compras de tierras y fortalezas continuarán casi hasta la diso­lución de la Orden. Aunque disminuyen considerablemente en el siglo XIII, la Orden tiene otro medio de conseguir pringues be­neficios: la inversión de capital, el préstamo y la actividad bancaria. De todas estas riquezas y posesiones, el Temple conser­vará muy poco después de 1312, fecha en que el concilio de Vienne disuelve la orden.

Los hermanos huidos y los ha­llados no culpables por los tri­bunales se integrarán en las Órdenes españolas de Santia­go, Calatrava y Alcántara y en la portuguesa de Cristo, entre otras, y sus bienes pasarán en parte a los Hospitalarios de San Juan o a engrosar las arcas de los diferentes Estados, especial­mente en Francia y Aragón-Cataluña. En el año 1099 Jerusalén cae en poder de los cruzados de Godofredo de Boullion, concretando con ello una de las empresas más ambiciosas del cristianismo armado. Al sur de la conquistada ciudad se alza la una colina del monte de Sion, en la que se alzan las ruinas de una antigua basílica bizantina, que habría datado del siglo IV y era llamada “la Madre de todas las Iglesias”.En 1315, cuando ya los tem­plarios son sólo un recuerdo, el papa Juan XXII regalará al cardenal francés Bertrand de Sainte-Marie la hermosa fortaleza templaría de Tomar, en cuyas bóvedas ya no re­suenan los himnos de los combatientes de Tierra Santa. Según documentos y crónicas de la época, en el lugar de dichas ruinas se edifico una abadía. Esta se habría edificado por orden expresa de Godofredo de Boullion. Según una crónica de 1172, estaba muy bien fortificada y tenía sus propias murallas, torres y almenajes. Y a este edificio le llamaba Abadía de Notre Dame du Mont de Sion. Es muy probable que existiera una orden secreta detrás de los caballeros Templarios, la cual creó a estos como su brazo militar y administrativo, ya que la idea de una organización cristiana tan fuerte como esta, difícilmente habría nacido solamente con el objetivo de custodiar caminos y apoyar el desarrollo de las cruzadas. Probablemente esta orden oculta, ha funcionado bajo diversos nombres. Y las más conocidas se dice que son: los Illuminati, o el Priorato de Sion, que se afirma ha sido dirigida por una sucesión de grandes Maestres, cuyos nombres se encuentran entre los más ilustres de la historia y la cultura occidentales, destacando entre ellos personajes como Leonardo da Vinci, Isaac Newton o Claude Debussy,  entre otros.

4 comentarios:

  1. 'Infieles' puede referirse a que no participan de la 'fides', es decir el conjunto de creencias, normas y valores que conforman una sociedad.
    Los 'Iluminados', según Pilar Salarrullana: 'Las sectas satánicas', Ed temas de hoy, 1995, ISBN 84-7880-485-4, pag 209-210, serían una secta satánica sueca, continuadora de la fundada en 1776 por Adam Weishaupt: 'Los muy perfectibles'.
    Sobre los orígenes de la masonería, habría acuerdo en que su resurgir en Europa, por la llegada a las filas de esta sociedad de albañiles y otros elementos del ramo de la construcción, de gentes atraídas por sus aspectos mistéricos o mágicos ('La casa mágica' llaman en la India a los templos masónicos, según refiere Rudyard Kipling), coincidiría con que la primera 'logia' habría abierto en Londres el año 1700.

    Los propios miembros aseguran ser algo mucho más antiguo, desde quienes la refieren a Hiram, arquitecto del templo de Jerusalén, hasta quien asevera que se trata de la religión que tenían Adán y Eva antes de ser expulsados del paraíso. Se les ha vinculado con el culto egipcio de Isis/Osiris, de donde vendría el apodo de 'la viuda', y parece claro que las referencias en el NT y el AT a 'los arquitectos', lo serían a esta sociedad, secreta o subrepticia, de constructores, les atribuyen la iniciativa en la muerte de Cristo 'al que vosotros los arquitectos disteis muerte', pero les exime de responsabilidades: 'sé que lo hicisteis por ignorancia -el pueblo-, y vuestras autoridades, lo mismo'.
    Gustav Meyrink, autor del cuento 'El Golem', en un prólogo que redactó para una obra sobre la piedra filosofal y la alquimia, atribuida a santo Tomás Aquino ISBN 978-84-7808-663-4, y tras una serie de comentarios en los que plasma su visión cósmica y de la historia, como algo controlado por un poder, que maneja a los seres humanos como los actores en una representación, entidad que hace igual al 'demiurgo', cita, pero como ejemplo a no seguir, un aviso del Buda Gautama: 'Buscando al constructor del edificio (el escritor teatral=el demiurgo), he recorrido sin pausa el trayecto circular de muchas vidas (La rueda de la bandera de la India, que evoca a Shiva, el destructor, el destructor del amor, y marca las eternas reencarnaciones). Ahora te he encontrado, y he penetrado en tu ser. ¡Nunca más me construirás casa alguna!'
    Algo transparente y contundente.
    Habría pues referencias muy anteriores al 1700, que identifican las sociedades masónicas con multimilenarios grupos de constructores.
    (Comentarios entre paréntesis del autor de esta nota)

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  2. La expresión V.I.T.R.I:O.L. que habría dado nombre al vitriolo, ácido sulfúrico en la alquimia, es uno de los elementos presentes en las ceremonias de iniciación masónicas, descritas en todos sus grados en un documento de una sociedad secreta alemana de extractores de cataratas: 'Los oculistas', escrito en cifra: 'Copiale', descodificado y traducido al inglés en la Universidad de Uppsala.
    Esos elementos alquímicos, llevarían a conexiones con el Hermes trismegisto, se pude citar que el texto atribuido a Aquino, citado antes, y que asegura haber conseguido la transmutación de otros elementos en oro, finaliza con una brevísima, pero radical advertencia de que la 'opera magna' alquímica, es decir la transmutación anímica del alquimista, es idolatría, vedada a los cristianos, y vía de condenación cierta.
    Tomás Aquino, que pese a ser doctor de la Iglesia no reconoció, y pudo combatir, el hoy dogma de la Inmaculada Concepción, coincide en esa separación del elemento principal de lo Mariano con el inquisidor de Aragón en el siglo XIV, Nicolau Eimeric, que calificó como herético todo uso que se pudiese hacer del oro obtenido mediante alquimia; Felipe II instaló un laboratorio de alquimia en el monasterio de El Escorial, con la idea de financiar sus campañas políticas, que culminaría en las actividades de Carlos II 'el hechizado', pionero de la fabricación industrial de medicamentos, pero Aquino y Emeric chocaban con la obra Raimon Llull, Eimeric persiguió póstumamente las doctrinas del beato Llull, beato que fue origen de la familia catalana Sentmenat, y a los lulistas, acusándole de prácticas de alquimia, pero Llull sí apoyaba la Inmaculada Concepción.

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  3. En las dos ocasiones, separadas muchos años, en que he visitado la ermita circular de los templarios situada en Segovia, me he encontrado dando una vuelta por dentro a todo el ámbito del edificio, para acabar viendo un papel, 'descuidadamente' puesto sobre un asiento, y en el que al darle la vuelta se leía: 'Bendito tú que has encontrado este documento' (O algo semejante) ¿Alguien se atreve a aportar información sobre este hecho peculiar?,

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