viernes, 3 de agosto de 2012

Guerreros templarios

Guerreros templarios
 Por Javier García Blanco

Célebres por su habilidad con la espada y su exitosa estrategia en el frente, los caballeros de la Orden del Temple desarrollaron una destacada labor en el campo de batalla, ya fuera en Tierra Santa o en las luchas contra los musulmanes de la Península Ibérica.
A finales del siglo XIII, los Estados latinos de Oriente llevan años en franca decadencia, sufriendo cada poco los envites de las tropas sarracenas. El sultán Baibars –que había alcanzado el poder en 1260– y sus sucesores, han ido conquistando una a una las distintas plazas cristianas. El primer enclave en caer fue el principado de Antioquía, en 1268, y tres años después la en apariencia inexpugnable fortaleza hospitalaria del Crac de los Caballeros.
En abril de 1289 parece haberle llegado el turno a Trípoli. La ciudad cruzada, que ha permanecido durante 180 años en manos cristianas, lleva más de un mes sitiada por las tropas sarracenas del sultán Qalawun. Las fuerzas de la ciudad, en manos de Lucía de Trípoli, habían sido advertidas del peligro por Guillaume de Beaujeu, Maestre del Temple, pero su aviso fue ignorado. Ahora es demasiado tarde. A pesar de las tropas hospitalarias, templarias, francesas y chipriotas que han llegado en auxilio, dos de las torres principales han caído ya y una multitud intenta huir antes de probar el temible filo sarraceno.
Doña Lucía, los mariscales del Temple y del Hospital, así como el Senescal de Jerusalén –Sir John de Grailly–, logran escapar, mientras el resto de la población espera con terror su inminente final. Aunque la mayor parte de los defensores ha huido, unos pocos valientes intentan resistir los ataques de los infieles. Entre ellos destacan dos caballeros vestidos de blanco y con una cruz roja sobre su hombro izquierdo. Sus nombres: Pedro de Moncada y Guillermo de Cardona. El primero de ellos había ocupado el puesto de Maestre provincial de Aragón entre 1279 y 1282. Los dos hermanos de orden pelean con fiereza, lanzando una y otra vez tajos con sus espadas, pero las brechas en las murallas son ya incontrolables y los templarios sucumben sin remedio ante la hueste sarracena.
CABALLEROS DE CRISTO
Durante los casi doscientos años de existencia de la Orden, otros muchos templarios nacidos en la Península Ibérica empuñaron sus armas para enfrentarse a los musulmanes, ya fuera en suelo peninsular –la mayor parte de las veces– o en territorios de Tierra Santa –las menos–. En todo caso, los freires del Temple procuraron siempre hacer honor a la fama que se habían forjado. No en vano, la mayor parte de los cronistas de su época coincidían al señalar que los templarios “eran los primeros en atacar y los últimos en retirarse”.
Guerreros templarios, durante una recreación histórica | Crédito: Paul Bratcher / Flickr! (Licencia CC)
El caso de Moncada y Cardona es buen ejemplo de ello. Abandonados a su suerte, y seguros como estaban de que la resistencia era imposible, aquellos caballeros decidieron mantener su posición hasta el final. Experiencia no les faltaba, acostumbrados como estaban a luchar contra el “infiel” en las escaramuzas y batallas que se prodigaban en la Península. El propio Pedro de Moncada, algunos años atrás, había tenido oportunidad de vivir una experiencia similar, aunque entonces la aventura terminó con mejor fortuna.
Corría el mes de junio de 1276 y, aunque ya hacía muchos años que el rey Jaime I había conquistado Valencia, la población mudéjar protagonizaba de vez en cuando rebeliones alimentadas desde el reino de Granada. En aquella época, un grupo de rebeldes mudéjares, formado por más de mil hombres a caballo, alzaron las armas contra el monarca aragonés, tomando el control de varias localidades. El rey, ya anciano, se encontraba enfermo, y fueron las tropas de Don García Ortiz de Azagra y otros caballeros –entre los que se contaban el maestre templario Pedro de Moncada y su hermano Guillén Ramón– quienes acudieron a sofocar la revuelta. En total la hueste cristiana, según las crónicas, estaba compuesta por unos doscientos caballeros y más de quinientos soldados. Una cifra que, a la...
vista del resultado, resultó insuficiente.
Entre los días 16 y 28 de ese mes de junio, las tropas cristianas lucharon con valor ante las fuerzas musulmanas, compuestas por “más de seiscientos caballeros y muchos peones”, en la llamada Batalla de Luchente. Armados con su impedimenta habitual –cota de malla, grandes espadas, lanzas y otros utensilios de guerra–, los cristianos, agotados por el calor y la sed, fueron derrotados sin remedio por sus enemigos. Las bajas cristianas fueron tan grandes que, durante años, aquella derrota fue recordada con el nombre de “Martes de desgracia”.
Durante la batalla perdieron la vida Don García Ortiz y muchos caballeros templarios, mientras que el maestre, Pedro de Moncada, fue apresado junto a otros hombres y encerrado en el castillo de Briar. Por suerte para Moncada y sus hermanos templarios, el moro que los vigilaba resultó ser un traidor, facilitándoles la huída y escapando con ellos hasta la plaza cristiana más cercana. En aquella ocasión Moncada había burlado a la muerte, lo que le permitió seguir empuñando su espada durante otros trece años, hasta que perdió la vida en la plaza de Trípoli, a miles de kilómetros de su hogar.
Asedio de Jerusalén, en un fotograma de ‘El Reino de los Cielos’ |  © Twentieth Century Fox.
EL MAESTRE PORTUGUÉS
El establecimiento del Temple en tierras peninsulares se produjo muy poco después del nacimiento de la Orden. De hecho, la primera donación de una propiedad se registró en 1128, cuando doña Teresa de Portugal hizo entrega de la fortaleza de Soure, en la región de Coimbra. Sólo tres años después se registró un hecho similar, cuando el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, ingresó en el Temple poco antes de morir, dejando a los templarios otra fortaleza, la de Granyena (Lleida). Algo similar haría también el conde Armengol de Urgel, al ceder el castillo de Barberá, en Tarragona.
Con la entrega de aquellas tres fortalezas en suelo portugués y catalán, que se encontraban en primera línea del frente contra los musulmanes, los donantes confiaban en que la joven orden se implicara en la defensa de los territorios cristianos de la península y, al mismo tiempo, en el proceso de Reconquista. La primera donación a la Orden se produjo en territorio del reino de Portugal, y fue también allí donde se registró la primera intervención templaria en un enfrentamiento bélico. En la década de 1140 los cristianos se esmeraron en defender el castillo de Soure (propiedad templaria desde 1128) y aportaron sus armas para la conquista de Santarém (1147).
Décadas después, en 1190, un anciano pero aguerrido caballero templario portugués, Gualdim Pais, también desenvainó la espada y dirigió a sus hombres en una épica batalla contra las tropas del califa almohade Abu Yaqub de Marruecos, que habían asediado la población de Tomar. Pese a la inferioridad numérica, el ejército cristiano se alzó con la victoria gracias a la experiencia del viejo caballero y a la resistencia de la fortaleza. Treinta años antes de aquella batalla, el propio Gualdim, maestre del Temple en Portugal, había iniciado la construcción de la ciudad sobre los restos de la antigua Nabantia romana, después de recibir aquellas tierras entonces fronterizas de manos de Afonso, el primer monarca luso.
El que se convirtió en una de las figuras más destacadas de la historia medieval portuguesa había nacido en Braga en 1118. Cuando aún era muy pequeño, sus padres encomendaron su cuidado al monasterio de Santa Cruz de Coimbra, y pronto pasó a estar al servicio de Afonso Henriques, el primer rey portugués. Cuando alcanzó la edad adecuada, Gualdim tomó la espada y combatió junto a su rey contra los moros. Sus méritos fueron tan notables que fue nombrado caballero durante la batalla de Santarém. Poco después, hacia 1149, decidió embarcarse con destino a Ultramar, y allí se enfrentó a los musulmanes con gran arrojo durante el asedio de Gaza. Fue precisamente durante su estancia en Tierra Santa cuando entró a formar parte de la Orden del Temple.
Monumento a Gualdim Pais en la ciudad de Tomar | Crédito: Wikipedia.
Algunos años después, y con una gran fama como excelente soldado y estratega, Gualdim regresó a Portugal, en esta ocasión para ejercer como maestre del Temple. Fue entonces cuando recibió de manos del rey el territorio de la ciudad de Tomar, donde fundó su célebre castillo y su convento, desde entonces sede central de la Orden en el reino portugués. Las obras de los distintos templos y del recinto urbano continuaron con los años, hasta que, en 1190, con Gualdim ya anciano –rondaba entonces los setenta años–, la ciudad se enfrentó al ataque del califa Abu Yaqub.
A pesar de su inferioridad numérica, el maestre portugués sumó otra honrosa victoria a la ya larga lista de triunfos que había cosechado a lo largo de su vida. Cinco años después de esta notable hazaña, Gualdim Pais abandonaba este mundo, siendo enterrado en la cercana iglesia de Santa María do Olival, donde todavía puede verse su lápida. Más de 800 años después, una estatua recuerda en el centro de Tomar las gestas de aquel hombre convertido en leyenda.
ENTRE LA PENÍNSULA Y TIERRA SANTA
Si los templarios portugueses habían contribuido a defender plazas como Soure o conquistar enclaves como Santarém, ayudando así al monarca Afonso I, en la Corona de Aragón sucedió algo similar. También por aquellas fechas, los freires ubicados en esas tierras participaron en la conquista de Tortosa (1148), Lleida (1149), Fraga (ese mismo año) o Miravet (1153), ayudando a Ramón Berenguer IV.
Precisamente, en estas dos primeras batallas destacó un noble natural de Solsona, de nombre Arnau, y perteneciente al linaje de los Torroja. Tras luchar junto a las fuerzas del conde de Barcelona, Arnau de Torroja ingresó en la Orden del Temple, en el convento de Gardeny, y su labor fue tan destacada que terminó siendo nombrado maestre provincial de la misma. Años después, tras luchar duramente contra los musulmanes en la península, Arnau se trasladó a Tierra Santa para hacer lo propio con los sarracenos que amenazaban los Santos Lugares.
Escultura con el emblema templario, Londres | Crédito: Harvard Avenue / Flickr (Licencia CC)
Fue allí donde, entre 1181 y 1184, se convirtió en el noveno Gran Maestre de los templarios, después de que su antecesor muriera preso en Damasco. En aquellos años Torroja dejó a un lado la espada para centrarse más en la diplomacia, pues le tocó vivir un periodo de fuerte enfrentamiento con los caballeros de la Orden del Hospital, situación que logró suavizar. También tuvo éxito en sus negociaciones con el temible Saladino, con quien pactó una tregua, y dedicó sus últimos esfuerzos a recabar ayudas de los monarcas europeos para organizar una nueva cruzada. Fue precisamente en esta última empresa, alejado ya de los peligros del combate, donde le alcanzó la muerte, tras enfermar en la ciudad de Verona, en septiembre de 1184.
Nuestro siguiente protagonista, el conde Rodrigo González de Lara (1078-1143), dio muestras a lo largo de toda su vida de ser un hombre sobrado de audacia. No en vano, tanto él como su hermano Pedro protagonizaron un sonado enfrentamiento con el mismísimo Alfonso VII de León, apodado “el Emperador”. Algún tiempo después, sin embargo, el de Lara terminó convirtiéndose en aliado del monarca, e incluso logró para él una notable victoria durante una arriesgada incursión en tierras sevillanas, ocupadas por la morisma.
En agradecimiento por sus servicios, el Emperador le otorgó el cargo de tenente y alcaide de Toledo en 1132. Por desgracia, las buenas relaciones entre ambos duraron poco y, tras una nueva disputa, González de Lara rechazó su cargo y puso rumbo a Tierra Santa. Allí, según las crónicas, destacó de nuevo por hacer “cruel guerra a los moros y enemigos de la fe” y por edificar un castillo fronterizo con Ascalonia. Un contemporáneo, Rorgo Fretellus de Nazaret, citaba al español como “un ferviente caballero de armas de los Macabeos (en referencia a los templarios)”. El citado castillo fue, posiblemente, una fortificación conocida como La tour des chevalliers (la torre de los caballeros), en la actual Latrun.
González de Lara se asoció con los templarios durante su estancia en Tierra Santa y les cedió el castillo. En aquel tiempo, el castellano estuvo acompañado por otro español, también templario, conocido como Pedro el Cruzado, hijo de un buen amigo, Munio Alfonso de Ajofrín. Algún tiempo después González de Lara regresó a la península –algunos autores señalan que ejerciendo de “espía” o informador del Temple–, encomendándose al servicio de señores como García Ramírez de Navarra, el conde de Barcelona e incluso del rey Albengamia de Granada. Al parecer, durante su estancia en esta corte fue envenenado, y decidió marchar de nuevo a Tierra Santa, donde terminó sus días víctima de la lepra.
EL TEMPLARIO PIRATA
Aunque no nació en ninguno de los reinos peninsulares, sino en Brindisi (Italia) el templario Roger de Flor (1266-1305) merece ser recordado aquí por su estrecha vinculación que tuvo con la Corona de Aragón en la última etapa de su vida. Hijo de un halconero del emperador Federico II y de una rica dama, el pequeño Roger quedó huérfano de padre a los ocho años, por lo que su madre consintió en dejarlo al cuidado de un templario llamado Vassayl, que había recalado con su navío en Brindisi. Con tan notable compañía, Roger de Flor se convirtió pronto en un avezado navegante –con sólo quince años era ya reconocido como un experto de las aguas del Mediterráneo–, y poco después acabó vistiendo los hábitos del Temple, al igual que su mentor. Tal y como cuentan las crónicas del catalán Ramón Muntaner, la Orden adquirió en aquellos años un imponente navío, llamado El Halcón, y el hermano Roger quedó al mando del mismo, destacando durante años por su gran valor.
Asedio de San Juan de Acre | Crédito: Wikipedia.
Su historial dentro del Temple había sido intachable en todos aquellos años, pero el destino quiso que su suerte cambiara cuando aún no había cumplido los treinta años. Durante la caída de San Juan de Acre en 1291, último bastión de los cruzados en Tierra Santa, Roger de Flor acudió con El Halcón para auxiliar a las tropas y los habitantes de la plaza, transportando bienes y personas a lugar segura. Por desgracia para él, algunos de sus hermanos en la Orden le acusaron de haberse apropiado de numerosas riquezas en aquellos duros momentos.
No sabemos si la acusación estaba causada por la envidia o tenía visos de realidad pero, en cualquier caso, el Gran Maestre decretó su expulsión y su captura. Roger de Flor consiguió escapar y alcanzó Génova, donde algunos antiguos amigos le prestaron el dinero necesario para adquirir una galera, La Olivette. De nuevo en los mares, y con su notable fama, Roger de Flor no tardó en entrar al servicio de Federico II de Sicilia, hermano de Jaime II de Aragón. A partir de ese momento se dedicó a la piratería, y su fama alcanzó niveles considerables en todo el Mediterráneo. Los hombres a su mando –los célebres almogávares, en su mayor parte aragoneses y catalanes–, destacaban por su lealtad y disciplina, valores que Roger había heredado de su paso en el Temple, y que hicieron de ellos un enemigo temible.
En 1302, sin embargo, Federico II firmó la paz con Carlos II de Anjou, y nuestro protagonista quedó desocupado. Fue así como decidió encaminar sus pasos a aguas de Oriente, quedando al servicio del emperador de Bizancio, Andrónico II Paleólogo. Allí, el antiguo templario se convirtió en líder de la llamada Gran Compañía Catalana, formada por varios miles de hombres, acabando con los genoveses de Constantinopla o rechazando a  los turcos en batallas como la de las Puertas de Hierro, donde derrotó a un ejército de 30.000 jenízaros. Agradecido con sus victorias, el emperador le otorgó el título de megaduque –equivalente a comandante de la flota–, aunque Roger terminó por cedérselo a su “hermano” Berenguer de Entenza, para tomar el de “César”.
Por desgracia para el antiguo templario, su fama y sus victorias fueron también la causa de su caída. Envidiado por sus éxitos y temido por su imparable poder y ambición, el hijo del emperador, Miguel, tramó un complot y consiguió que fuera asesinado en Adrianápolis, mientras disfrutaba de un banquete junto a sus hermanos almogávares.
LOS ÚLTIMOS DEL TEMPLE
Si Roger de Flor fue traicionado por sus propios hermanos y terminó labrando su leyenda en aguas del Mediterráneo, pocos años después de la muerte del “pirata templario” el resto de sus antiguos compañeros de orden iban a sufrir un destino similar. Y en este caso, poco podían imaginar que sus enemigos no iban a ser los fieles de Alá, sino los monarcas cristianos y la propia Iglesia a la que pertenecían.
Felipe IV de Francia, el rey que acabó con los templarios | Crédito: Wikipedia.
Cuando a finales de 1307 se desató la persecución contra la Orden, promovida por Felipe IV de Francia, algunos templarios aragoneses tuvieron tiempo de refugiarse en varias de las fortalezas que estaban en su poder. Aunque otros no tuvieron tanta suerte –los castillos de Chivert, Peñíscola o Burriana, por ejemplo, cayeron desprevenidos–, un puñado de castillos consiguió reforzar sus defensas y prepararse para aguantar con la esperanza que todo se aclare. Desgraciadamente, la cosa no fue tan sencilla.
Meses después, en junio de 1308, frey Pedro Rovira, caballero templario en la Corona de Aragón, llevaba ya medio año refugiado tras los muros del castillo de Libros, en la provincia de Teruel. Unas semanas más tarde, vencido por el hambre, la fatiga y el desánimo, el heroico frey Pedro Rovira rindió la plaza a las tropas reales. Algunos de sus hermanos, repartidos por distintas fortalezas del Temple, resistieron aún varios meses más, antes de la rendición definitiva.
Con la disolución definitiva de la Orden, aquellos antiguos templarios, que habían combatido con valor en la Península o en Tierra Santa, siguieron caminos muy distintos. Algunos se integraron en otras órdenes, como la de San Juan del Hospital, o las de Montesa y Cristo (esta última en Portugal). Otros, por el contrario, abrazaron la vida civil, y continuaron haciendo lo que mejor sabían: emplear sus espadas. Ese fue el caso, por ejemplo, del templario aragonés Bernardo de Fuentes, quien en 1310 escapó al norte de África, convirtiéndose en capitán de mercenarios cristianos bajo las órdenes del sultán de Túnez. Sólo tres años después, en 1313, regresaba a la península, aunque en esta ocasión como embajador del sultán ante la Corte aragonesa.
ANEXO
OTRAS GESTAS TEMPLARIAS
Además de las hazañas ya relatadas, los templarios de los reinos hispánicos protagonizaron otras victorias a lo largo de su existencia. Una de las más famosas se produjo durante la célebre batalla de las Navas de Tolosa, donde las tropas cristianas contaron con un notable número de templarios, dirigidos por su maestre, Gómez Ramírez, que perdió la vida en la contienda.
La batalla de las Navas, en una pintura de Francisco de Paula Van Halen | Crédito: Wikipedia.
Cinco años después, en 1217, otro maestre provincial, Pedro Alvítiz, al mando de quinientos caballeros y numerosos peones, mostró su valor durante la batalla de Alcocer do Sal, en el reino de Portugal, que se saldó con una notable victoria para los cristianos.
A mediados de ese mismo siglo, en 1248, y durante la conquista de Sevilla dirigida por el monarca Fernando III, los templarios, una vez más dirigidos por su maestre, protagonizaron otra heroica gesta. En este caso los templarios se encontraban a las puertas de la ciudad, y cuando un grupo de defensores abandonó sus muros, los caballeros lograron emboscarles, acabando con la vida de siete caballeros y más de un centenar de soldados.
ANEXO
ARMAS Y EQUIPAMIENTO
En lo que respecta al armamento y equipo que portaban los templarios, éste variaba dependiendo de si el hermano era un freire caballero o un sargento. En el primero de los casos, los caballeros portaban lanza y espada recta de doble filo, y montaban y poderoso caballo de combate, que en ocasiones podía estar cruzado con un ejemplar árabe. Además, los caballeros vestían cota de malla –con el tiempo sustituida por una armadura de “escamas”– y calzas del mismo material y cubrían su cabeza con un casco que sólo dejaba el rostro al descubierto. En ocasiones, también utilizaban como arma uno de los tres cuchillos que recibía todo caballero, y que podía ser empleado como puñal. Los caballeros templarios destinados a Tierra Santa tenían derecho a contar tres caballos, además de una serie de utensilios como calderos, cuencos o alforjas. También gozaban del privilegio de contar con escuderos encargados de servirles y proporcionarles otro caballo si perdían su montura principal durante la batalla. Por todas estas características, los freires caballeros constituían la caballería pesada, con una tremenda y temible potencia de choque.
En el caso de los sargentos, que vestían manto y cota de color negro con cruz roja sobre el hombro izquierdo, también tenían derecho a montura, pero en su caso a un solo caballo. En lo que respecta al resto, su equipamiento y armas eran similares a las de los caballeros, aunque generalmente más ligeras, lo que les permitía moverse mejor en caso de luchar pie a tierra. Serían el equivalente a una caballería ligera.
Curiosamente, la regla de la Orden mencionaba en algunos fragmentos la posibilidad de que los templarios estuvieran equipados con armas turcas, como lanzas, espadas y ballestas.

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