Guerreros templarios
Durante los casi doscientos años de existencia de la Orden, otros muchos templarios nacidos en la Península Ibérica empuñaron sus armas para enfrentarse a los musulmanes, ya fuera en suelo peninsular –la mayor parte de las veces– o en territorios de Tierra Santa –las menos–. En todo caso, los freires del Temple procuraron siempre hacer honor a la fama que se habían forjado. No en vano, la mayor parte de los cronistas de su época coincidían al señalar que los templarios “eran los primeros en atacar y los últimos en retirarse”.
Por Javier García Blanco
Célebres por su habilidad con la
espada y su exitosa estrategia en el frente, los caballeros de la Orden
del Temple desarrollaron una destacada labor en el campo de batalla, ya
fuera en Tierra Santa o en las luchas contra los musulmanes de la
Península Ibérica.
A finales del siglo XIII, los Estados
latinos de Oriente llevan años en franca decadencia, sufriendo cada poco
los envites de las tropas sarracenas. El sultán Baibars –que había
alcanzado el poder en 1260– y sus sucesores, han ido conquistando una a
una las distintas plazas cristianas. El primer enclave en caer fue el
principado de Antioquía, en 1268, y tres años después la en apariencia
inexpugnable fortaleza hospitalaria del Crac de los Caballeros.
En abril de 1289 parece haberle llegado
el turno a Trípoli. La ciudad cruzada, que ha permanecido durante 180
años en manos cristianas, lleva más de un mes sitiada por las tropas
sarracenas del sultán Qalawun. Las fuerzas de la ciudad, en manos de Lucía de Trípoli, habían sido advertidas del peligro por Guillaume de Beaujeu,
Maestre del Temple, pero su aviso fue ignorado. Ahora es demasiado
tarde. A pesar de las tropas hospitalarias, templarias, francesas y
chipriotas que han llegado en auxilio, dos de las torres principales han
caído ya y una multitud intenta huir antes de probar el temible filo
sarraceno.
Doña Lucía, los mariscales del Temple y del Hospital, así como el Senescal de Jerusalén –Sir John de Grailly–,
logran escapar, mientras el resto de la población espera con terror su
inminente final. Aunque la mayor parte de los defensores ha huido, unos
pocos valientes intentan resistir los ataques de los infieles. Entre
ellos destacan dos caballeros vestidos de blanco y con una cruz roja
sobre su hombro izquierdo. Sus nombres: Pedro de Moncada y Guillermo de Cardona.
El primero de ellos había ocupado el puesto de Maestre provincial de
Aragón entre 1279 y 1282. Los dos hermanos de orden pelean con fiereza,
lanzando una y otra vez tajos con sus espadas, pero las brechas en las
murallas son ya incontrolables y los templarios sucumben sin remedio
ante la hueste sarracena.
CABALLEROS DE CRISTODurante los casi doscientos años de existencia de la Orden, otros muchos templarios nacidos en la Península Ibérica empuñaron sus armas para enfrentarse a los musulmanes, ya fuera en suelo peninsular –la mayor parte de las veces– o en territorios de Tierra Santa –las menos–. En todo caso, los freires del Temple procuraron siempre hacer honor a la fama que se habían forjado. No en vano, la mayor parte de los cronistas de su época coincidían al señalar que los templarios “eran los primeros en atacar y los últimos en retirarse”.
Guerreros templarios, durante una recreación histórica | Crédito: Paul Bratcher / Flickr! (Licencia CC)
El caso de Moncada y Cardona es buen
ejemplo de ello. Abandonados a su suerte, y seguros como estaban de que
la resistencia era imposible, aquellos caballeros decidieron mantener su
posición hasta el final. Experiencia no les faltaba, acostumbrados como
estaban a luchar contra el “infiel” en las escaramuzas y batallas que
se prodigaban en la Península. El propio Pedro de Moncada, algunos años
atrás, había tenido oportunidad de vivir una experiencia similar, aunque
entonces la aventura terminó con mejor fortuna.
Corría el mes de junio de 1276 y, aunque ya hacía muchos años que el rey Jaime I
había conquistado Valencia, la población mudéjar protagonizaba de vez
en cuando rebeliones alimentadas desde el reino de Granada. En aquella
época, un grupo de rebeldes mudéjares, formado por más de mil hombres a
caballo, alzaron las armas contra el monarca aragonés, tomando el
control de varias localidades. El rey, ya anciano, se encontraba
enfermo, y fueron las tropas de Don García Ortiz de Azagra y otros caballeros –entre los que se contaban el maestre templario Pedro de Moncada y su hermano Guillén Ramón– quienes acudieron a sofocar la revuelta. En total la hueste cristiana, según las crónicas, estaba compuesta por unos doscientos caballeros y más de quinientos soldados. Una cifra que, a la...
vista del resultado, resultó insuficiente.
vista del resultado, resultó insuficiente.
Entre los días 16 y 28 de ese mes de
junio, las tropas cristianas lucharon con valor ante las fuerzas
musulmanas, compuestas por “más de seiscientos caballeros y muchos
peones”, en la llamada Batalla de Luchente.
Armados con su impedimenta habitual –cota de malla, grandes espadas,
lanzas y otros utensilios de guerra–, los cristianos, agotados por el
calor y la sed, fueron derrotados sin remedio por sus enemigos. Las
bajas cristianas fueron tan grandes que, durante años, aquella derrota
fue recordada con el nombre de “Martes de desgracia”.
Durante la batalla perdieron la vida Don
García Ortiz y muchos caballeros templarios, mientras que el maestre,
Pedro de Moncada, fue apresado junto a otros hombres y encerrado en el
castillo de Briar. Por suerte para Moncada y sus hermanos templarios, el
moro que los vigilaba resultó ser un traidor, facilitándoles la huída y
escapando con ellos hasta la plaza cristiana más cercana. En aquella
ocasión Moncada había burlado a la muerte, lo que le permitió seguir
empuñando su espada durante otros trece años, hasta que perdió la vida
en la plaza de Trípoli, a miles de kilómetros de su hogar.
Asedio de Jerusalén, en un fotograma de ‘El Reino de los Cielos’ | © Twentieth Century Fox.
EL MAESTRE PORTUGUÉS
El establecimiento del Temple en tierras peninsulares se produjo muy poco después del nacimiento de la Orden. De hecho, la primera donación de una propiedad se registró en 1128, cuando doña Teresa de Portugal hizo entrega de la fortaleza de Soure, en la región de Coimbra. Sólo tres años después se registró un hecho similar, cuando el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, ingresó en el Temple poco antes de morir, dejando a los templarios otra fortaleza, la de Granyena (Lleida). Algo similar haría también el conde Armengol de Urgel, al ceder el castillo de Barberá, en Tarragona.
El establecimiento del Temple en tierras peninsulares se produjo muy poco después del nacimiento de la Orden. De hecho, la primera donación de una propiedad se registró en 1128, cuando doña Teresa de Portugal hizo entrega de la fortaleza de Soure, en la región de Coimbra. Sólo tres años después se registró un hecho similar, cuando el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, ingresó en el Temple poco antes de morir, dejando a los templarios otra fortaleza, la de Granyena (Lleida). Algo similar haría también el conde Armengol de Urgel, al ceder el castillo de Barberá, en Tarragona.
Con la entrega de aquellas tres
fortalezas en suelo portugués y catalán, que se encontraban en primera
línea del frente contra los musulmanes, los donantes confiaban en que la
joven orden se implicara en la defensa de los territorios cristianos de
la península y, al mismo tiempo, en el proceso de Reconquista. La
primera donación a la Orden se produjo en territorio del reino de
Portugal, y fue también allí donde se registró la primera intervención
templaria en un enfrentamiento bélico. En la década de 1140 los
cristianos se esmeraron en defender el castillo de Soure (propiedad
templaria desde 1128) y aportaron sus armas para la conquista de Santarém (1147).
Décadas después, en 1190, un anciano pero aguerrido caballero templario portugués, Gualdim Pais, también desenvainó la espada y dirigió a sus hombres en una épica batalla contra las tropas del califa almohade Abu Yaqub de Marruecos, que habían asediado la población de Tomar.
Pese a la inferioridad numérica, el ejército cristiano se alzó con la
victoria gracias a la experiencia del viejo caballero y a la resistencia
de la fortaleza. Treinta años antes de aquella batalla, el propio
Gualdim, maestre del Temple en Portugal, había iniciado la construcción
de la ciudad sobre los restos de la antigua Nabantia romana, después de
recibir aquellas tierras entonces fronterizas de manos de Afonso, el primer monarca luso.
El que se convirtió en una de las
figuras más destacadas de la historia medieval portuguesa había nacido
en Braga en 1118. Cuando aún era muy pequeño, sus padres encomendaron su
cuidado al monasterio de Santa Cruz de Coimbra, y pronto pasó a estar
al servicio de Afonso Henriques, el primer rey portugués. Cuando alcanzó
la edad adecuada, Gualdim tomó la espada y combatió junto a su rey
contra los moros. Sus méritos fueron tan notables que fue nombrado
caballero durante la batalla de Santarém. Poco después, hacia 1149,
decidió embarcarse con destino a Ultramar, y allí se enfrentó a los
musulmanes con gran arrojo durante el asedio de Gaza. Fue precisamente
durante su estancia en Tierra Santa cuando entró a formar parte de la
Orden del Temple.
Monumento a Gualdim Pais en la ciudad de Tomar | Crédito: Wikipedia.
Algunos años después, y con una gran
fama como excelente soldado y estratega, Gualdim regresó a Portugal, en
esta ocasión para ejercer como maestre del Temple. Fue entonces cuando
recibió de manos del rey el territorio de la ciudad de Tomar, donde
fundó su célebre castillo y su convento, desde entonces sede central de
la Orden en el reino portugués. Las obras de los distintos templos y del
recinto urbano continuaron con los años, hasta que, en 1190, con
Gualdim ya anciano –rondaba entonces los setenta años–, la ciudad se
enfrentó al ataque del califa Abu Yaqub.
A pesar de su inferioridad numérica, el
maestre portugués sumó otra honrosa victoria a la ya larga lista de
triunfos que había cosechado a lo largo de su vida. Cinco años después
de esta notable hazaña, Gualdim Pais abandonaba este mundo, siendo
enterrado en la cercana iglesia de Santa María do Olival, donde todavía
puede verse su lápida. Más de 800 años después, una estatua recuerda en
el centro de Tomar las gestas de aquel hombre convertido en leyenda.
ENTRE LA PENÍNSULA Y TIERRA SANTA
Si los templarios portugueses habían contribuido a defender plazas como Soure o conquistar enclaves como Santarém, ayudando así al monarca Afonso I, en la Corona de Aragón sucedió algo similar. También por aquellas fechas, los freires ubicados en esas tierras participaron en la conquista de Tortosa (1148), Lleida (1149), Fraga (ese mismo año) o Miravet (1153), ayudando a Ramón Berenguer IV.
Si los templarios portugueses habían contribuido a defender plazas como Soure o conquistar enclaves como Santarém, ayudando así al monarca Afonso I, en la Corona de Aragón sucedió algo similar. También por aquellas fechas, los freires ubicados en esas tierras participaron en la conquista de Tortosa (1148), Lleida (1149), Fraga (ese mismo año) o Miravet (1153), ayudando a Ramón Berenguer IV.
Precisamente, en estas dos primeras batallas destacó un noble natural de Solsona, de nombre Arnau,
y perteneciente al linaje de los Torroja. Tras luchar junto a las
fuerzas del conde de Barcelona, Arnau de Torroja ingresó en la Orden del
Temple, en el convento de Gardeny, y su labor fue tan destacada que
terminó siendo nombrado maestre provincial de la misma. Años después,
tras luchar duramente contra los musulmanes en la península, Arnau se
trasladó a Tierra Santa para hacer lo propio con los sarracenos que
amenazaban los Santos Lugares.
Escultura con el emblema templario, Londres | Crédito: Harvard Avenue / Flickr (Licencia CC)
Fue allí donde, entre 1181 y 1184, se convirtió en el noveno Gran Maestre de los templarios,
después de que su antecesor muriera preso en Damasco. En aquellos años
Torroja dejó a un lado la espada para centrarse más en la diplomacia,
pues le tocó vivir un periodo de fuerte enfrentamiento con los
caballeros de la Orden del Hospital, situación que logró suavizar.
También tuvo éxito en sus negociaciones con el temible Saladino,
con quien pactó una tregua, y dedicó sus últimos esfuerzos a recabar
ayudas de los monarcas europeos para organizar una nueva cruzada. Fue
precisamente en esta última empresa, alejado ya de los peligros del
combate, donde le alcanzó la muerte, tras enfermar en la ciudad de
Verona, en septiembre de 1184.
Nuestro siguiente protagonista, el conde Rodrigo González de Lara
(1078-1143), dio muestras a lo largo de toda su vida de ser un hombre
sobrado de audacia. No en vano, tanto él como su hermano Pedro
protagonizaron un sonado enfrentamiento con el mismísimo Alfonso VII de León,
apodado “el Emperador”. Algún tiempo después, sin embargo, el de Lara
terminó convirtiéndose en aliado del monarca, e incluso logró para él
una notable victoria durante una arriesgada incursión en tierras
sevillanas, ocupadas por la morisma.
En agradecimiento por sus servicios, el Emperador le otorgó el cargo de tenente
y alcaide de Toledo en 1132. Por desgracia, las buenas relaciones entre
ambos duraron poco y, tras una nueva disputa, González de Lara rechazó
su cargo y puso rumbo a Tierra Santa. Allí, según las crónicas, destacó
de nuevo por hacer “cruel guerra a los moros y enemigos de la fe” y por
edificar un castillo fronterizo con Ascalonia. Un contemporáneo, Rorgo Fretellus de Nazaret, citaba al español como “un ferviente caballero de armas de los Macabeos (en referencia a los templarios)”. El citado castillo fue, posiblemente, una fortificación conocida como La tour des chevalliers (la torre de los caballeros), en la actual Latrun.
González de Lara se asoció con los
templarios durante su estancia en Tierra Santa y les cedió el castillo.
En aquel tiempo, el castellano estuvo acompañado por otro español,
también templario, conocido como Pedro el Cruzado, hijo de un buen amigo, Munio Alfonso de Ajofrín.
Algún tiempo después González de Lara regresó a la península –algunos
autores señalan que ejerciendo de “espía” o informador del Temple–,
encomendándose al servicio de señores como García Ramírez de Navarra, el
conde de Barcelona e incluso del rey Albengamia de Granada. Al parecer,
durante su estancia en esta corte fue envenenado, y decidió marchar de
nuevo a Tierra Santa, donde terminó sus días víctima de la lepra.
EL TEMPLARIO PIRATA
Aunque no nació en ninguno de los reinos peninsulares, sino en Brindisi (Italia) el templario Roger de Flor (1266-1305) merece ser recordado aquí por su estrecha vinculación que tuvo con la Corona de Aragón en la última etapa de su vida. Hijo de un halconero del emperador Federico II y de una rica dama, el pequeño Roger quedó huérfano de padre a los ocho años, por lo que su madre consintió en dejarlo al cuidado de un templario llamado Vassayl, que había recalado con su navío en Brindisi. Con tan notable compañía, Roger de Flor se convirtió pronto en un avezado navegante –con sólo quince años era ya reconocido como un experto de las aguas del Mediterráneo–, y poco después acabó vistiendo los hábitos del Temple, al igual que su mentor. Tal y como cuentan las crónicas del catalán Ramón Muntaner, la Orden adquirió en aquellos años un imponente navío, llamado El Halcón, y el hermano Roger quedó al mando del mismo, destacando durante años por su gran valor.
Aunque no nació en ninguno de los reinos peninsulares, sino en Brindisi (Italia) el templario Roger de Flor (1266-1305) merece ser recordado aquí por su estrecha vinculación que tuvo con la Corona de Aragón en la última etapa de su vida. Hijo de un halconero del emperador Federico II y de una rica dama, el pequeño Roger quedó huérfano de padre a los ocho años, por lo que su madre consintió en dejarlo al cuidado de un templario llamado Vassayl, que había recalado con su navío en Brindisi. Con tan notable compañía, Roger de Flor se convirtió pronto en un avezado navegante –con sólo quince años era ya reconocido como un experto de las aguas del Mediterráneo–, y poco después acabó vistiendo los hábitos del Temple, al igual que su mentor. Tal y como cuentan las crónicas del catalán Ramón Muntaner, la Orden adquirió en aquellos años un imponente navío, llamado El Halcón, y el hermano Roger quedó al mando del mismo, destacando durante años por su gran valor.
Asedio de San Juan de Acre | Crédito: Wikipedia.
Su historial dentro del Temple había
sido intachable en todos aquellos años, pero el destino quiso que su
suerte cambiara cuando aún no había cumplido los treinta años. Durante
la caída de San Juan de Acre en 1291, último bastión de los cruzados en
Tierra Santa, Roger de Flor acudió con El Halcón para auxiliar a
las tropas y los habitantes de la plaza, transportando bienes y
personas a lugar segura. Por desgracia para él, algunos de sus hermanos
en la Orden le acusaron de haberse apropiado de numerosas riquezas en
aquellos duros momentos.
No sabemos si la acusación estaba
causada por la envidia o tenía visos de realidad pero, en cualquier
caso, el Gran Maestre decretó su expulsión y su captura. Roger de Flor
consiguió escapar y alcanzó Génova, donde algunos antiguos amigos le
prestaron el dinero necesario para adquirir una galera, La Olivette. De nuevo en los mares, y con su notable fama, Roger de Flor no tardó en entrar al servicio de Federico II de Sicilia, hermano de Jaime II de Aragón.
A partir de ese momento se dedicó a la piratería, y su fama alcanzó
niveles considerables en todo el Mediterráneo. Los hombres a su mando
–los célebres almogávares,
en su mayor parte aragoneses y catalanes–, destacaban por su lealtad y
disciplina, valores que Roger había heredado de su paso en el Temple, y
que hicieron de ellos un enemigo temible.
En 1302, sin embargo, Federico II firmó la paz con Carlos II de Anjou,
y nuestro protagonista quedó desocupado. Fue así como decidió encaminar
sus pasos a aguas de Oriente, quedando al servicio del emperador de
Bizancio, Andrónico II Paleólogo. Allí, el antiguo templario se convirtió en líder de la llamada Gran Compañía Catalana,
formada por varios miles de hombres, acabando con los genoveses de
Constantinopla o rechazando a los turcos en batallas como la de las
Puertas de Hierro, donde derrotó a un ejército de 30.000 jenízaros.
Agradecido con sus victorias, el emperador le otorgó el título de megaduque –equivalente a comandante de la flota–, aunque Roger terminó por cedérselo a su “hermano” Berenguer de Entenza, para tomar el de “César”.
Por desgracia para el antiguo templario,
su fama y sus victorias fueron también la causa de su caída. Envidiado
por sus éxitos y temido por su imparable poder y ambición, el hijo del
emperador, Miguel, tramó un complot y consiguió que fuera asesinado en
Adrianápolis, mientras disfrutaba de un banquete junto a sus hermanos
almogávares.
LOS ÚLTIMOS DEL TEMPLE
Si Roger de Flor fue traicionado por sus propios hermanos y terminó labrando su leyenda en aguas del Mediterráneo, pocos años después de la muerte del “pirata templario” el resto de sus antiguos compañeros de orden iban a sufrir un destino similar. Y en este caso, poco podían imaginar que sus enemigos no iban a ser los fieles de Alá, sino los monarcas cristianos y la propia Iglesia a la que pertenecían.
Si Roger de Flor fue traicionado por sus propios hermanos y terminó labrando su leyenda en aguas del Mediterráneo, pocos años después de la muerte del “pirata templario” el resto de sus antiguos compañeros de orden iban a sufrir un destino similar. Y en este caso, poco podían imaginar que sus enemigos no iban a ser los fieles de Alá, sino los monarcas cristianos y la propia Iglesia a la que pertenecían.
Felipe IV de Francia, el rey que acabó con los templarios | Crédito: Wikipedia.
Cuando a finales de 1307 se desató la persecución contra la Orden, promovida por Felipe IV de Francia,
algunos templarios aragoneses tuvieron tiempo de refugiarse en varias
de las fortalezas que estaban en su poder. Aunque otros no tuvieron
tanta suerte –los castillos de Chivert, Peñíscola o Burriana, por
ejemplo, cayeron desprevenidos–, un puñado de castillos consiguió
reforzar sus defensas y prepararse para aguantar con la esperanza que
todo se aclare. Desgraciadamente, la cosa no fue tan sencilla.
Meses después, en junio de 1308, frey Pedro Rovira,
caballero templario en la Corona de Aragón, llevaba ya medio año
refugiado tras los muros del castillo de Libros, en la provincia de
Teruel. Unas semanas más tarde, vencido por el hambre, la fatiga y el
desánimo, el heroico frey Pedro Rovira rindió la plaza a las tropas
reales. Algunos de sus hermanos, repartidos por distintas fortalezas del
Temple, resistieron aún varios meses más, antes de la rendición
definitiva.
Con la disolución definitiva de la
Orden, aquellos antiguos templarios, que habían combatido con valor en
la Península o en Tierra Santa, siguieron caminos muy distintos. Algunos
se integraron en otras órdenes, como la de San Juan del Hospital, o las
de Montesa y Cristo (esta última en Portugal). Otros, por el contrario,
abrazaron la vida civil, y continuaron haciendo lo que mejor sabían:
emplear sus espadas. Ese fue el caso, por ejemplo, del templario
aragonés Bernardo de Fuentes, quien en 1310 escapó al norte de África,
convirtiéndose en capitán de mercenarios cristianos bajo las órdenes del
sultán de Túnez. Sólo tres años después, en 1313, regresaba a la
península, aunque en esta ocasión como embajador del sultán ante la
Corte aragonesa.
ANEXO
OTRAS GESTAS TEMPLARIAS
Además de las hazañas ya relatadas, los templarios de los reinos hispánicos protagonizaron otras victorias a lo largo de su existencia. Una de las más famosas se produjo durante la célebre batalla de las Navas de Tolosa, donde las tropas cristianas contaron con un notable número de templarios, dirigidos por su maestre, Gómez Ramírez, que perdió la vida en la contienda.
OTRAS GESTAS TEMPLARIAS
Además de las hazañas ya relatadas, los templarios de los reinos hispánicos protagonizaron otras victorias a lo largo de su existencia. Una de las más famosas se produjo durante la célebre batalla de las Navas de Tolosa, donde las tropas cristianas contaron con un notable número de templarios, dirigidos por su maestre, Gómez Ramírez, que perdió la vida en la contienda.
La batalla de las Navas, en una pintura de Francisco de Paula Van Halen | Crédito: Wikipedia.
Cinco años después, en 1217, otro maestre provincial, Pedro Alvítiz, al mando de quinientos caballeros y numerosos peones, mostró su valor durante la batalla de Alcocer do Sal, en el reino de Portugal, que se saldó con una notable victoria para los cristianos.
A mediados de ese mismo siglo, en 1248, y durante la conquista de Sevilla dirigida por el monarca Fernando III,
los templarios, una vez más dirigidos por su maestre, protagonizaron
otra heroica gesta. En este caso los templarios se encontraban a las
puertas de la ciudad, y cuando un grupo de defensores abandonó sus
muros, los caballeros lograron emboscarles, acabando con la vida de
siete caballeros y más de un centenar de soldados.
ANEXO
ARMAS Y EQUIPAMIENTO
En lo que respecta al armamento y equipo que portaban los templarios, éste variaba dependiendo de si el hermano era un freire caballero o un sargento. En el primero de los casos, los caballeros portaban lanza y espada recta de doble filo, y montaban y poderoso caballo de combate, que en ocasiones podía estar cruzado con un ejemplar árabe. Además, los caballeros vestían cota de malla –con el tiempo sustituida por una armadura de “escamas”– y calzas del mismo material y cubrían su cabeza con un casco que sólo dejaba el rostro al descubierto. En ocasiones, también utilizaban como arma uno de los tres cuchillos que recibía todo caballero, y que podía ser empleado como puñal. Los caballeros templarios destinados a Tierra Santa tenían derecho a contar tres caballos, además de una serie de utensilios como calderos, cuencos o alforjas. También gozaban del privilegio de contar con escuderos encargados de servirles y proporcionarles otro caballo si perdían su montura principal durante la batalla. Por todas estas características, los freires caballeros constituían la caballería pesada, con una tremenda y temible potencia de choque.
ARMAS Y EQUIPAMIENTO
En lo que respecta al armamento y equipo que portaban los templarios, éste variaba dependiendo de si el hermano era un freire caballero o un sargento. En el primero de los casos, los caballeros portaban lanza y espada recta de doble filo, y montaban y poderoso caballo de combate, que en ocasiones podía estar cruzado con un ejemplar árabe. Además, los caballeros vestían cota de malla –con el tiempo sustituida por una armadura de “escamas”– y calzas del mismo material y cubrían su cabeza con un casco que sólo dejaba el rostro al descubierto. En ocasiones, también utilizaban como arma uno de los tres cuchillos que recibía todo caballero, y que podía ser empleado como puñal. Los caballeros templarios destinados a Tierra Santa tenían derecho a contar tres caballos, además de una serie de utensilios como calderos, cuencos o alforjas. También gozaban del privilegio de contar con escuderos encargados de servirles y proporcionarles otro caballo si perdían su montura principal durante la batalla. Por todas estas características, los freires caballeros constituían la caballería pesada, con una tremenda y temible potencia de choque.
En el caso de los sargentos, que vestían
manto y cota de color negro con cruz roja sobre el hombro izquierdo,
también tenían derecho a montura, pero en su caso a un solo caballo. En
lo que respecta al resto, su equipamiento y armas eran similares a las
de los caballeros, aunque generalmente más ligeras, lo que les permitía
moverse mejor en caso de luchar pie a tierra. Serían el equivalente a
una caballería ligera.
Curiosamente, la regla de la Orden
mencionaba en algunos fragmentos la posibilidad de que los templarios
estuvieran equipados con armas turcas, como lanzas, espadas y ballestas.
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